Una auténtica historia en la que se relatan las aventuras que viven tres amigos cuando deciden marcharse de su país de origen y comenzar una nueva vida a dos mil kilómetros de allí. Holanda se convierte en un escenario perfecto para demostrar que nunca hay que perder la esperanza, que siempre hay que enfrentarse a la vida con la más amplia de las sonrisas y que las mejores cosas ocurren cuando menos las esperas.

martes, 20 de noviembre de 2012

"The bags that walk about the sidewalks"

13 de Noviembre de 2012.

Él caminaba por la ciudad en busca de algo, en busca de ese algo que le ayudaría a trasportar su vida unos días más tarde. Entraba en cada tienda, observando todo aquello que le interesaba observar. Sería bonito comprar una cosa que más tarde estaría tan lejos de allí. Sería bonito comprarlo para poder marcharte. Lo había decidido y cada día que pasaba estaba más claro que el anterior. A veces se detenía, ante el espejo, ante cualquier mirada curiosa o ante cualquier dependienta que le mostraba una maleta más. Se detenía y se preguntaba a él mismo si todo aquello sería una buena idea. Si todo aquello no se estaba convirtiendo en una absurda idea o en la mayor de las estupideces. A veces se cuestionaba todo, otras veces no cuestionaba nada. Era complicado. Las decisiones más difíciles se tomarían ante aquellas dependientas, que esperaban deseosas por conocer la respuesta. Te gusta o no te gusta la maleta. Te vas o no te vas a dos mil kilómetros de aquí. La respuesta es muy sencilla, el camino no lo es tanto. 



¡Los pintores llegan un día más a las nueve de la mañana! Supuestamente hoy es el último día, ya que ayer por la mañana nos dijeron que hoy terminarían. Los tres, congelados como pajaritos porque todas las puertas de casa están abiertas, nos sentamos en el salón a las nueve de la mañana porque los pintores han invadido nuestra habitación. ¿Y qué hacemos ahora? Tienen que quitar unas hierbas que han crecido al lado de la ventana, tienen que arreglar la ventana y uno de ellos está haciendo lo que sea en el jardín del vecino invisible.los tres, con caras de recién caídos del nido, vemos la vida y a los pintores pasar. Uno de ellos, el más gordito, el que parece Manolo el de Manolo y Benito, nos dice que las bolsas de basura las tenemos que bajar a la calle los martes, es decir hoy. Pero dice que antes de las nueve. ¡Gracias! Pues ya lo sabemos para la semana que viene. 

En el salón hace frío, mucho frío. Los tres nos miramos con cara de “Voy a robarles la pintura a estos tíos y que se vayan pá su casa de una vez”. Han pintado nuestras ventanas de blanco. Sí, sí, el color de las maderas de los marcos ahora es blanco. ¡Con lo bonitos que estaban color madera! Que cateta es la gente de la agencia, por haberlos mandado a hacer eso digo. Y seguimos teniendo frío. Mary mira a uno de ellos a la cara, al que se parece a Manolo, y con una manta por encima le dice “¡Es que tengo frío!”, pero le sale en español, en español y del alma. El pintor se empieza a reír y ninguno entendeos de por qué no se lo ha dicho en inglés. Tiene tanto frío que sus neuronas también se han quedado pajarito. 

Mary quiere ir a comprar al centro unas zapatillas, ya que anoche mientras veíamos algunas de las luces del GLOW tenía los pies congelados. Sus zapatillas ya tienen la plantilla tan fina como el papel. Ana y yo no entendemos cómo puede pisar de esa manera. Las zapatillas tienen un mes de vida y ya parece que llevan años con ella. ¡Hoy no podemos ir a por unas zapatillas! Los pintores están en casa, por el medio de todo y nosotros por el medio de todos ellos. Qué lío. 

Y atención a todo el mundo. Pongan todos sus sentidos a las líneas que vienen a continuación. Los dos pintores necesitan entrar en el jardín del vecino invisible, llaman a su puerta y les recibo. Escuchamos su vos. ¡La voz del vecino invisible! Tenemos que bajar a verlo. ¡El vecino invisible está hablando con los pintores! ¿Qué hacemos? ¿Bajamos las escaleras y le miramos la cara o nos quedamos en el salón? Ya os contaré. 

Más tarde llegan los dos tipos de la agencia para asegurarse de que los pintores están haciendo su trabajo y de que el fontanero ha arreglado correctamente los escapes del baño. ¡Todo está en orden! Nos ven a Ana y a mí porque Mary se ha ido a la tienda de Marleen, además le decimos que algunas noches ella duerme aquí porque su novio sale tarde de trabajar y no nos gusta que duerma sola. ¿Qué novio? Le hemos inventado una vida paralela. Para los de la agencia Mary es una chica con un novio que trabaja hasta tarde. Muy bien. Le decimos que necesitamos las llaves del cobertizo que hay al otro lado del jardín del vecino invisible y nos muestra un manojo de llaves que lleva en una de las manos. Me dice que va a probarlas ahora y que nos enviará un correo para ponerse en contacto con nosotros. ¡Pues venga! Que nuestras bicis, excepto la de Marleen, duermen en la calle. ¡Y ellas también pasan frío! Además llaman a la puerta del vecino invisible y tampoco les abre. ¡Vaya tela! ¿Qué tendrá que ocultar ese tío? Esperemos que solamente sea un pasota de la vida, sin más. 

A las tres tengo otra cita con Daniela, la diseñadora de ropa que necesita un diseñador gráfico, y a las seis, como Ana, tengo que ir al restaurante. Hoy va a ser un día movidito. Y llegan las tres y llego a la puerta del estudio de Daniela, que está a menos de cinco minutos en bici de nuestra casa. Hablamos un rato, le enseño algunos de mis trabajos en el ordenador y David, el marido de ella y diseñador gráfico, dice que se reconoce en mis trabajos, ya que tenía el mismo estilo cuando él comenzó. Me gusta que me diga esas cosas. Me dicen que ellos se van en vacaciones en diciembre y que podemos trabajar juntos este mes y que cuando regresen que podemos hablar de lo que quiero hacer, si quedarme con ellos o no. ¡Sea lo que sea lo que pueden ofrecerme es una buena oportunidad para mí! No quiero desaprovechar algo así. Me dicen que mañana tienen una sesión fotográfica en la Escuela de Diseño de Eindhoven y, como les he dicho que tengo mi cámara de vídeo aquí, dicen que puedo ir mañana con ellos a grabar lo que sería el “making of” de la sesión. Me gusta, me encanta. Sin comerlo y sin beberlo mañana tengo una primera grabación en Eindhoven. Qué alegría. Fotos, fotos, vídeos, vídeos. 

Al llegar a casa le cuento a Ana qué tal me ha ido la cita con Daniela y todo lo que tengo que hacer mañana, Mary me llama por teléfono para preguntarme qué tal. ¡Qué bien esto de poder llamarnos gratis entre nosotros! Ahora vivimos con un móvil pegado a la oreja. Ana y yo comemos y nos vamos en las bicis al trabajo. ¡Hasta luego! ¡Que te sea largo y leve, que me sea largo y leve! Leve, que es mejor que intenso y breve. 

Cada día en el restaurante es mejor que el anterior, lo mismo que le pasaba a Ana. Los primeros días andas perdido, yo aún ando así, no sabes donde están las cosas y las cosas limpias se te acumulan en busca de su sitio correcto. Tú preguntas y te ayudan. La gente se porta muy bien conmigo. ¿Éstas tazas son para la cocina o el restaurante? Y así es como vas aprendiendo poco a poco. Los jefes de los dos restaurantes donde me voy turnando son muy buenos y simpáticos con todo el mundo, forman una buena pareja. Ella muchas veces ejerce como camarera, ya que me trae muchos montones de platos y cubiertos y él es cocinero, me trae muchos utensilios de cocina y me guía para saber cómo y con qué tengo que limpiar cada cosa. Son muy buena gente, estoy muy contento con ellos y con todo. Las cosas van muy bien, pá qué os voy a engañar. 

A la noche, al estar los tres de nuevo en casa, nos contamos cosas de nuestros momentos en los que no hemos estado juntos, nos reímos como siempre y recordamos el momento tan importante que hemos vivido hoy con el vecino invisible. 

Estábamos los tres en el salón, algunos más congelados que otros, cuando hemos escuchado que los pintores entablaban conversación con alguien al final de las escaleras de casa, en la puerta de entrada. ¡El vecino invisible! El vecino invisible ha dado la cara y ha recibido a alguien en la puerta de su casa. Los pintores han conseguido lo que no hemos conseguido nosotros en un mes. Así que, un poco acojonados y no muy seguros de lo que vamos a hacer, decidimos bajar las escaleras de casa, disimulando que vamos a asegurarnos de que nuestras bicis están bien en la calle. Escalón a escalón, la voz del vecino cada vez se escucha más alto. Bajamos lentamente, la puerta de su casa queda al lado de las escaleras, frente al hueco que tiene repleto de huesos de animales. Vemos a los pintores, apoyados en las escaleras mirando hacia la puerta del vecino invisible. Una voz que no es familiar se nos mete en la cabeza. Es él, es su voz. El vecino invisible no está mudo, al menos ya sabemos algo. El vecino invisible es un hombre, ya sabemos dos cosas. Continuamos bajando escaleras, le vemos los pantalones vaqueros desgastados, el cinturón marrón que los sujeta y una camiseta de manga corta que queda arremetida gracias al cinturón, que deja a la imaginación una pequeña barriga cervecera. Y casi al final de la escalera vemos su cara. Ahí está. El vecino invisible pierde su invisibilidad y conocemos por fin su rostro. Un hombre cuarentón de pantalones vaqueros y camiseta de manga corta habla, de forma seca y antipática, con los amigos pintores mientras uno de sus brazos queda apoyado, de manera chulesca, en el marco de la puerta de su casa. Mary y yo llegamos al final de la escalera, le miramos la cara varias veces y él no aparta la mirada de los pintores. No nos dedica ni un simple vistazo. Mejor. No queremos que nos reconozca por la calle. ¡Lo hemos visto! Lo hemos visto. Ana, que no ha bajado porque ya iba a ser demasiado cantoso, le explicamos cómo es y Mary le dice que tiene el típico perfil del hombre que se vuelve loco en todas las películas y acaba apuñalando a todo quisqui con un cuchillo. ¡El misterio queda resuelto! Ahora solamente deseamos que vuelva a ser invisible y que no sepamos nunca nada más de él. ¡Encima martes 13! O estamos gafados o un tuerto nos ha mirado más de dos veces. 



Sin detenerte ni un instante, o deteniéndote en todos ellos, decides quedarte con ella. Agarras la maleta por el asa, la coges al vuelo, abres todos sus bolsillos y ya te la imaginas repleta de ropa. Me voy. Te dices muy despacio, que te vas, te lo dices un par de veces más. Agarras el asa con más fuerza todavía. La dependienta ve cómo tu cara pasa de mostrar una preocupación inmensa a mostrar una felicidad deslumbrante. Me voy. Lo repites interiormente y después lo gritas a los cuatro vientos. ¡Me voy! Le dices mirando a los ojos a la cajera que te cobra varios billetes por la maleta, aquella que te ayudará a transportar tu vida a tanta distancia. Me voy. Y te vas. 

Minutos más tarde las ruedas de la maleta comienzan a girar sobre las aceras de la ciudad donde la has comprado. Días más tarde consigues cerrarla, a pesar de la cantidad de ropa que has logrado introducir en ella. Al día siguiente viaja en el maletero de un coche y horas después recorre el aeropuerto en busca de la terminal que te indican en tu billete de ida. Un billete de ida, pero no de vuelta. Al menos, no de momento. Aquel mismo día, a dos mil kilómetro de allí, las ruedas comienzan a girar de nuevo, después de haber sido rescatadas de una cinta mecánica y transportadas entre las nubes. 

Las ruedas giran de nuevo sobre las aceras, unas aceras que no pertenecen a la ciudad donde la has comprado y que se encuentran a miles de kilómetros de la tienda en donde un día le dijiste a la dependienta que te gusta la maleta, que te quedas con ella y que te vas. ¡Me voy! Le dijiste. Te gusta o no te gusta la maleta, es lo que te había preguntado minutos antes. Te vas o no te vas a dos mil kilómetros de aquí, es lo que te preguntas al mirar las dimensiones del bolso de viaje. La respuesta es muy sencilla, el camino no lo es tanto. 



Estamos bien, estamos aquí, estamos en Eindhoven.

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