Una auténtica historia en la que se relatan las aventuras que viven tres amigos cuando deciden marcharse de su país de origen y comenzar una nueva vida a dos mil kilómetros de allí. Holanda se convierte en un escenario perfecto para demostrar que nunca hay que perder la esperanza, que siempre hay que enfrentarse a la vida con la más amplia de las sonrisas y que las mejores cosas ocurren cuando menos las esperas.

martes, 6 de noviembre de 2012

"A room with views"

28 de Octubre de 2012.

En el peor de los casos volvería con los brazos abiertos. En el mejor de los casos regresaría empapada en lágrimas. 

Podrían llegar a ser felices, tan felices como lo es el viento al agitar las hojas secas del suelo. Podrían llegar a volver a reírse ante el espejo, ante las miradas cómplices de las que un día quedaron enamorados. Podrían llegar a sonreírse, como los pequeños hacían a carcajadas en el parque donde un día se conocieron. Podrían llegar a detener el tiempo, como lo detenían años atrás entre aquellas cuatro paredes que formaban una habitación con vistas. Podrían llegar a formar una historia de amor, como la que crearon mirando a través de los ventanales de la habitación que, noche a noche, se convirtió en testigo de sus pasiones. Podrían llegar a ser tantas cosas que ninguna de ellas pudo escapar de aquella habitación, en la que todas y cada una de ellas miraban al exterior ansiosas por llegar a ser liberadas algún día. Y todas esas cosas quedaron impregnadas para siempre en las cuatro paredes, convirtiendo para siempre a la habitación en una preciosa habitación con vistas. 



Después de que el vecino invisible continúe sin dar señales de vida, de que las cartas se sigan amontonando junto a la puerta, de que el bebé Vera siga berreando como un borreguillo en la casa de al lado, de que nuestro amigo roedor haya visitado una vez más nuestro pan y de que la paloma, que creíamos moribunda, siga haciendo ruidos raros en el tejado de nuestra humilde morada, nos despertamos y comenzamos un nuevo día, en busca de nuevas anécdotas y aventuras que vivir. 

A las tres de la tarde vamos hasta la tienda de Marleen para disfrutar de la exhibición a la que nos invitó ayer. ¡Parece que hay mucha gente en la puerta! Nos acercamos hasta el bullicio de gente como si de perros rastreadores nos tratásemos y pasamos a formar parte de la media luna que contempla a los tres pequeños, vestidos con un mono blanco, que pintan de forma artística las sillas que previamente ha diseñado su padre. Las pintan con pintura que parece impermeable, parece que hay que dar varias capas con la brocha a la madera de la silla para que absorba el color. Los pequeños son de diferentes edades y cada uno de ellos pinta su silla de un color diferente. ¡Es bonito ver a los pequeños disfrutando de la pintura y, sin ser muy conscientes, creando sillas de diseño! Disfrutamos de unos ricos frutos secos que sirven como aperitivos en la entrada de la tienda y de una bebida que no sabemos muy bien qué es pero que está muy buena. Con la boca llena seguimos disfrutando de las manchas de colores en las sillas de madera. 

Nos encontramos a Marleen hablando con unos y con otros, charlando con el que suponemos que es el padre de los pequeños y nos saluda, sonríe, y parece feliz por que hayamos asistido a la exhibición. Marleen parece ocupada, hay mucha gente en la tienda y, por si fuera poco, hace fotos con su cámara réflex a las sillas que están siendo pintadas y a los curiosos que se han acercado hasta la tienda para disfrutar del espectáculo. 

Más tarde, cuando los mini diseñadores terminan sus sillas, Mary dice que quiere coger una brocha y pintar. ¡Tiene que ser divertido mancharse de pintura y que te de igual todo! ¡Queremos ser pintores de sillas de diseño! Y con nuestras esperanzas aún en mente entramos en la tienda y vemos que Jolanda, la amiga diseñadora de Marleen que partió en dos la estantería, sigue por aquí. La saludamos, nos habla de la fiesta de inauguración del otro día y nos dice que hoy hay mucha gente en la tienda, pues es el último día de La Semana del Diseño Holandés (Dutch Design Week). Enseñamos a Ana la estantería, ya compuesta por una sola pieza, de Jolanda y vemos un poco la tienda. ¡Las cosas que hay en ella nos siguen enamorando! ¡Eso también! ¡Los precios nos siguen espantando! 

Marleen tiene un hueco y viene a saludarnos. Mary aprovecha para pedirle el día de mañana libre, pues estamos de mudanza, mañana tenemos que transportar nuestra lavadora y el sofá cama y necesitamos la máxima ayuda posible. ¡Claro que sí! No hay problema. Y Marleen le dice a Mary que mañana nos ayude con la mudanza. Hablamos un rato más con ella y con su amiga y, como vemos que hay mucha gente en la tienda, nos despedimos de ellas y nos vamos con un nuevo rumbo: el Jumbo. 

Y aquí estamos de nuevo. ¡Hola querido Jumbo! ¿Nos echabas de menos? Nos hacemos los dueños de los pasillos del supermercado, cogemos nuestros cafés gratuitos que degustamos a la vez que hacemos la compra y revisamos todos y cada uno de los tuppers en los que suelen poner comidas de prueba. Pero no hay ni queso, ni galletitas ni nada. Solamente tomates cherrys que se comen de un bocado, que están buenísimos y que combinamos con nuestros rutinarios cafés. Y paseando entre las estanterías de alimentos llega nuestra pregunta. ¿Y para qué hemos venido ahora al Jumbo? ¡Pegamento de ratones! Pero seguimos sin obtener resultados a nuestra búsqueda desesperada por algo que ahuyente a nuestro querido roedor, porque si es posible no acabar con su vida mucho mejor. 

Tras nuestra visita, casi diaria al super, regresamos a la casa de la chica española que va a vendernos sus cosas, ya que dentro de unos días abandona Eindhoven y viaja hasta Londres. ¡Qué suerte hemos tenido de toparnos con ella! Vamos a amueblar nuestro piso en un abrir y cerrar de ojos. Pues hoy vamos hasta su casa porque podemos llevarnos muchas cosas hasta nuestro apartamento, cosas pequeñas pero cosas. Así que vaciamos dos de nuestras maletas de diez kilos y otra de veinte kilos y nos vamos hasta la casa para llenarla de cosas. ¡Así se transportará mejor! Y mientras que Mary se queda abarrotando las maletas de cosas que transportar, yo llevo a Ana en la bicicleta hasta el restaurante donde trabaja. 

Tenemos ganas de tener cada uno una bicicleta. Aunque supongo que echaré de menos ejercer como taxista. ¡Mis piernas lo están agradeciendo! Cada vez mi cuerpo se acostumbra más a llevar el peso de alguna de ellas en el porta-paquetes. ¡Ya casi volamos con la bici! Que me paren los pies que nos salimos de la ciudad y no nos damos cuenta. Basculo a Ana en la puerta de “Señora Rosa”, me despido de ella hasta la noche y regreso para ayudar a Mary a transportar las maletas cargadas de cosas hasta nuestra casa, que se va llenando poco a poco. 

Y cae la noche, nuestra noche. Porque aquí anochece tan deprisa que si quieres disfrutar de una siesta te despiertas con las estrellas, si es que el tiempo te deja verlas. ¡La siesta! Qué buen placer hemos quedado estancado en España. Aquí no existe eso, aunque si somos españoles seguiremos teniendo derecho a ella o, al menos, eso esperamos. Aunque, sinceramente, de momento no tenemos hueco para dedicar unas cabezaditas tras la comida. ¡Qué bien sienta la siesta! Qué bien sentaba… 

Mary y yo seguimos durmiendo en nuestras camas plegables de segunda mano, a la espera de que la chica que se va a Londres nos venda los colchones de su casa. El mini colchón super fino de cuadros escoceses de Mary y mi funda super gorda de hamaca han viajado hasta la habitación de la casa, donde dormimos ahora. El dormitorio queda en una segunda planta, en la primera tenemos el resto de la casa y abajo vive ese vecino al que no conocemos. ¡Las camas ya han abandonado el salón! Estamos raros entre estas nuevas cuatro paredes, las escaleras que nos separan del resto de la casa provocan que sintamos que quedamos muy alejados del salón. Es como estar en otra casa. ¡Si solamente es una escalera! 

Conseguimos dormirnos, raros pero dormimos. Y dormimos hasta que Ana llega del trabajo. El hecho de que no tengamos timbre en la casa y de que el móvil que se ha llevado se ha quedado sin batería, impidiendo que pueda llamarnos, hace que Ana se quede frente a la fachada de la casa pensando en cómo conseguir despertarnos. Desesperada tras vociferar nuestros nombres en mitad de la calle se le ocurre una maravillosa idea. Abre su bolso y extrae de su interior un pequeño neceser, el cual decide utilizar para sacarnos de nuestros profundos sueños. ¡Pafff! ¡Pafff! ¡Pafff! El neceser viajaba desde las manos de Ana hasta el ventanal del salón, golpeando en los cristales para conseguir captar nuestra atención. ¡Si aún durmiéramos en el salón la hubiéramos escuchado a la primera! Pero ahora dormimos en lo más alto de nuestra más alta torre. Mary, tras varios estrellamientos de neceser, se despierta sobresaltada. “¡Mi hermana!” dice sentándose en la cama. Y corre escaleras abajo para abrir la puerta a Ana y para que, por favor, deje de aporrear nuestro ventanal. Menos mal que se ha percatado de los golpes. ¡Pobre Ana! Qué hubiera sido de ella esta noche. Pues ala. Entra en casa, hablamos un rato y después se acuesta en el colchón que transportamos en bici desde la otra tienda de segunda mano. Esperamos ansiosos nuestros cómodos colchones, pues la funda de hamaca y el de los cuadros escoceses están pidiendo la jubilación anticipada. 



Aquellas pequeñas cosas, pero que a la vez eran grandes cosas, se hacían tan importantes que pasaban directamente a un primer plano, quedando en modo secundarias las verdaderas cosas que sí que realmente importaban. Ambos regresaron a la habitación en la que tantas horas de sus vidas habían pasado juntos, ambos regresaron ilusionados y esperanzados en que sus labios volvieran a rozarse, aunque fuera, por última vez. Caminaron hasta el centro de la sala, contemplando aquellas cuatro paredes en la que una de ellas un enorme ventanal mostraba las vistas que conseguían enamorarles de nuevo. Contemplaron sus delicados y envejecido cuerpos, sus manos casi arrugadas completamente, sus pelos descoloridos y sus vestimentas, que ya no eran tan juveniles como lo habían sido anteriormente. Volvieron a jugar con las sonrisas, a acariciarse el rostro y a susurrarse palabras bonitas al oído, palabras que quedaban impresas en la fina textura de las paredes. Él se puso frente a ella, buscando sus labios. Ella permitió que se pusiera frente a ella, queriendo que aquellos labios encontraran los suyos. Y, lentamente y con los ojos cerrados, acercaron sus rostros para unirse en aquel último beso. Sus labios entraron en contacto. Sus labios se tocaron suavemente. Sus labios se acariciaron con disimulo. Hasta que ambos, a la vez, abrieron sus ojos y se toparon con la mirada del otro. Sus labios quedaron separados inmediatamente, pues sus miradas supieron que el último beso había llegado años atrás. Comprendieron, gracias a sus vistas, que aquellas cuatro paredes continuarían guardando el secreto de las cosas que no importaban demasiado y que, a la vez, lo importaban todo. Aquella habitación continuaría resguardando todas esas cosas que, impregnadas en sus paredes, la convertirían para siempre en una preciosa habitación con vistas. 



Estamos bien, estamos aquí, estamos en Eindhoven.

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