Una auténtica historia en la que se relatan las aventuras que viven tres amigos cuando deciden marcharse de su país de origen y comenzar una nueva vida a dos mil kilómetros de allí. Holanda se convierte en un escenario perfecto para demostrar que nunca hay que perder la esperanza, que siempre hay que enfrentarse a la vida con la más amplia de las sonrisas y que las mejores cosas ocurren cuando menos las esperas.

martes, 20 de noviembre de 2012

"Lo que desconoces del color de las cortinas"

14 de Noviembre de 2012.

Una pequeña niña de unos seis o siete años, no lo recuerdo muy bien, jugaba con una de sus muñecas favoritas en el suelo del salón de la casa. Cogía a la muñeca de trapo por la cintura e imaginaba que paseaba por todo el salón, convirtiéndose las paredes en grandes edificios y los ventanales en grandes paisajes en los que su juguete era el protagonista. La luz del escaso Sol se colaba por las ventanas, unas ventanas que simplemente se componían de un grueso cristal. En aquella ciudad no había ni cortinas ni persianas. La pequeña niña se quedó contemplando el paisaje que tras el cristal se creaba, se detuvo y le surgió una duda, una duda que conllevaría a que su abuela le contara la fascinante historia del porqué en aquella ciudad no existían las cortinas. 

La anciana entró en el salón con una taza de té entre las manos, el chirrido de la puerta consiguió que su nieta dejara de contemplar el paisaje y que se dirigiera a ella. La pequeña vio a su abuela tomar asiento en uno de los sillones de la sala, dejó reposar la taza sobre la fría mesa y vio cómo sus arrugadas manos temblaban disimuladamente. La niña se acercó hasta ella, le regaló una sonrisa y preguntó a su abuela el por qué ninguna ventana de la ciudad tenía cortinas. 

-Me alegra saber que me hagas esa pregunta.-dijo la anciana mostrando una leve sonrisa en su rostro. De repente, tras la sonrisa, sus ojos se humedecieron y comenzaron a brillar, como si tuviera ganas de romper a llorar. –Es una bonita historia, bonita pero triste. Son muchos los que se cuestionan esa misma pregunta, pero muy pocos los que se atreven a preguntarla. –la anciana apartó la mirada de los ojos de su nieta y la dirigió hacia el gran ventanal que les regalaba aquella luz dorada. –Creo que eres demasiado pequeña para conocer esa historia. Cuando seas mayor te la contaré.-la abuela vio la cara de decepción que su nieta había formado. 

-¿Por qué abuela, por qué?-dijo la niña sentándose junto a ella y agarrándole de la falda que llevaba, como si quisiera llevarla a algún sitio. -Quiero que me la cuentes ahora. Ya soy mayor. Tengo siete años.-dijo la niña orgullosa, mostrando siete dedos de la mano a la anciana, que daba el primer sorbo de la taza que contenía el delicioso té. 

-Solo si me prometes que te mantendrás en silencio, sin realizar ninguna pregunta más, te contaré la historia.-dijo la anciana, que pensó en la historia que tendría que narrar y supo que era mejor que fuera contada de seguido, sin ninguna interrupción. –Al final de la historia podrás hacer el resto de preguntas.-la niña sonrió de nuevo, con más ganas que antes. Afirmó, moviendo la cabeza y su melena rubia, que quedaba recogida con una cinta de pelo, se balanceaba de un lado a otro. La niña desvaneció la bella sonrisa de su blanco rostro y abrió los ojos, creyendo así que entendería mejor las palabras que su abuela pronunciaría a continuación. 

La anciana la observó, tan atenta y dispuesta a escuchar la historia. Dirigió su mirada a la taza que descansaba de nuevo en la mesa y la cogió. Sopló, muy despacio, al líquido que humeaba desde el interior de la figura cóncava de porcelana y dio un sorbo. Los labios quedaron humedecidos. Un buen sabor en la boca para comenzar una buena historia. La abuela, con la taza aún entre las manos, miró a la pequeña y pensó en la mejor forma de comenzar a narrar. La niña, sabiendo que ya llegaba el momento, abrió los ojos aún más y la anciana, sin apartar la mirada de ella, comenzó a decir las primeras palabras dulcemente. 

-Cuenta una vieja historia que hace muchos, muchos años… 



Nos despertamos y el pintor viene un día más. ¿Pero no habíais terminado ayer? Supuestamente era el último día. Anda que… Pues nosotros nos vamos, no queremos quedarnos más días en casa por culpa de los pintores que no terminan. Así que cogemos nuestras cosas, nos vestimos y nos despedimos de Manolo y Benito. Nos montamos cada uno en nuestra bici, la de Ana y la mía duermen en la calle, y nos vamos al centro. ¡Vamos de compras! Pero no por capricho, sino porque vamos a comprarle a Mary unas zapatillas. Aleluya. 

Nos recorremos las tiendas de zapatillas del centro y es cuando nos percatamos de que hay muchas tiendas de zapatos. A cada paso que damos nos topamos con una. A cada paso un zapato. Qué exageración de tiendas de calzado. Entramos en una que es inmensa, zapatos y zapatos por todos lados. Aquí la Cenicienta se volvería loca a la hora de elegir unos tacones. Estanterías de zapatos en las que solamente nos vamos fijando en los precios. ¡Qué caros! La mayoría de ellos son precios que ninguno estamos dispuesto a pagar y menos ahora, que tenemos los bolsillos más pelados que el desierto del Sahara. ¡Y ahí están! Unas botas muy chulas y que no se pasan de nuestro presupuesto nos saludan desde una de las estanterías de la tienda. Mary las revisa, se las prueba y le gustan. A Ana y a mí también nos gustan mucho. Las dejamos, de momento, aparcadas en donde las hemos cogido y nos vamos en busca de otras que también nos puedan gustar. Nunca compres a la primera, que después pasas por otra tienda, las ves más baratas y te retuerces de dolor. 

Continuamos con las andadas y en busca de las zapatillas o botas perfectas para los pies fríos de Mary. ¡Por fin! Entramos en una tienda en la que parece que le gustan unas. La tienda nos recuerda a una que hay en el centro comercial “El Faro”, tiene el mismo estilo y está distribuida de la misma manera. ¡Qué poco hemos disfrutado de “El Faro”! Bueno, qué más da. El caso es que Mary se decanta por esas zapatillas calentitas, con pelitos por dentro y ya tiene los pies calientes. ¡Se cambia de zapatillas en la misma tienda! Di que sí. 

Y después, antes de que Mary se vaya a la tienda de Marleen, nos vamos a disfrutar de un calentito café a uno de los bares del centro. A mí no me apetece tomar nada y ellas se piden un capuccino, o como se escriba. La dependienta, que parece que está un poco despistada, tarda la vida en servirlo y, como recompensa o creemos que ha sido por eso, nos invita a un trozo de tarta de manzana a cada uno. ¡Qué rica! Nos dice que es una especialidad de la casa, típico aquí y que es “Apple pie” (lo que viene siendo un pastel de manzana). Muy bueno, sí señor. 

Y con restos de bizcocho aún entre las muelas Mary se va a la tienda, ya con los pies en temperaturas razonables, y Ana y yo regresamos a casa. ¡A las tres y media tengo mi cita con Daniela para grabar la sesión de fotos y después hacer el vídeo del making of! Me encanta. 

Ana y yo llegamos a casa, preparamos la comida y comemos. Y rápidamente cojo la cámara de vídeo, la batería y el cargador y me voy en bici hasta la Escuela de Diseño, o como realmente se llame. Llamo a Daniela para que me diga exactamente dónde es, llego a la calle y me espera en la puerta del edificio. Qué simpática es. Aparco la bici, la saludo y entramos en la escuela. Qué guay. Vamos hasta una sala en la que han montado un estudio de fotografía con decenas de focos de todo tipo, paneles, cables, chromas, trípodes y demás elementos de fotografía. Echaba de menos todas estas cosas. Los recuerdos de mis dos años de ciclo en Mérida invaden mi cabeza. Mis compañeros de clase, mis amigos de clase y todas las cosas que hemos hecho juntos nunca las olvidaré. Qué bien lo he pasado durante ese tiempo. Pagaría por poder asistir de nuevo a una clase como esa, con gente como esa. En fin, sigamos con la sesión de fotos. 

Una de las modelos ya está vestida con ropa de Daniela, y es la chica que tiene de prácticas. La otra modelo llega más tarde. Me presenta al fotógrafo y comenzamos la sesión, después de que el fotógrafo me preste un trípode. ¡Qué simpática es la gente! Grabo planos de todo tipo, pienso en el montaje que haré después y en la música que utilizaré. Grabo a las modelos, al fotógrafo, a Daniela colocando las prendas a las modelos y todo lo que se me ocurre. Creo que han quedado buenos planos. Cuando terminamos me despido de ellos y le digo a Daniela que seguimos en contacto por correo. ¡Gracias por todo! 

Llego a casa y le cuento a Ana todo lo que he hecho. ¡La verdad es que ha estado super bien! Mientras hablamos nos preparamos para salir de nuevo. Yo tengo que ir a las seis al restaurante, Ana tiene libre y Mary está sola en la tienda porque Marleen ha ido a hacer unas fotos a la nueva casa que tienen que decorar, así que decidimos ir a verla. Estoy un rato con ellas hasta que me voy al restaurante y Ana se queda allí, hasta que ambas cierran la tienda y regresan a casa. ¡Buenas noches! 



-Cuenta una vieja historia que hace muchos, muchos años, en esta ciudad llamada Eindhoven hubo una guerra en la que muchas familias quedaron destrozadas por el dolor y las pérdidas inesperadas.-La anciana comenzó su relato mientras que la pequeña niña rubia la observaba, a penas sin poder pestañear. –Cuentan que todos los hombres abandonaron sus hogares y marcharon al frente a combatir, a luchar por algo que les pertenecía. Los hombres pasaban largas temporadas fuera de casa, sin el apoyo y el cariño de sus familiares. Todos echaban de menos a alguien y todos, tras los duros días que pasaban, lloraban a escondidas cuando los recuerdos invadían sus cabezas. La calma llegaba a los campos de batalla y los recuerdos llegaban cuando no se escuchaba ningún silbido de balas atravesando el aire. La guerra les destrozó la vida. Maldita guerra. -La pequeña abrió la boca para interrumpir a su abuela pero recordó sus palabras y la volvió a cerrar. La niña no entendía que tenía que ver toda esa historia con su pregunta. Había dicho que por qué las ventanas no tenían cortinas y su abuela estaba narrando historias de guerra. La pequeña continuó con los ojos bien abiertos y no interrumpió a su abuela, que dirigió su mirada hacia el paisaje que se colaba tras el cristal de la ventana. –Fueron tiempos muy difíciles para todos. Difíciles para ellos, que sufrían en las batallas. Difíciles para ellas, que esperaban con el corazón en un puño en sus hogares, y deseaban que llegara cuanto antes el día en el que sus maridos, padres y hermanos regresaran a casa. 

La anciana se detuvo un instante. Sus ojos se convirtieron en charcos de lágrimas, pero ninguna de ellas consiguió brotar y atravesar su rostro. Su nieta continuaba mirándola desde su lado, sentada en el sillón del salón. La abuela, aún con la taza de té en las manos, suspiró un par de veces, dio otro sorbo a su bebida, que cada vez estaba menos caliente, y continuó, sin apartar la vista de la ventana. 

-Las mujeres no tenían noticias de ellos, muy pocas eran las afortunadas que conseguían recibir alguna carta. Cartas cargadas de esperanzas y de ánimos. Cartas que apenas llegaban a sus destinatarias y que tan necesarias eran para todas. Ellas, sin saber qué hacer, pasaban el día corriendo y descorriendo las telas que servían como cortinas. Miraban a la calle a través de ellas, una y otra vez. Nerviosas y deseando volver a ver los rostros a los que tanto amaban. –La anciana se detuvo de nuevo, bebió otro sorbo de té y respiró hondo. –Una de ellas, una mañana tan soleada como la de hoy, decidió pasar el día mirando por la ventana, en busca de su amante. En busca de que su marido volviera a casa. La mujer, desesperada junto a la ventana y cansada de mover las telas que servían como cortinas, decidió dejar el cristal libre, sin nada que lo cubriera. Arrancó las cortinas tras varios intentos y las dejó tiradas en el suelo. –La nieta abrió la boca, sorprendida por las palabras que su abuela pronunciaba. –Las vecinas, que la observaban tras los telares de sus ventanas, decidieron hacer lo mismo que ella. Al principio algunas la llamaron loca pero más tarde siguieron sus mismos pasos. Días después la ciudad estaba completamente despejada de telas en las ventanas. Todas las mujeres buscaban respuestas tras los cristales, rezando para que sus maridos aparecieran tras la esquina. Todas las telas descansaban en el suelo de las casas. Ninguna de las mujeres de la ciudad volvió a tapar los cristales, pues ninguno de los hombres apareció jamás. –Una de las lágrimas, que asomaban de la mirada de la anciana, consiguió brotar y recorrió su envejecido rostro. Su nieta la miraba, aún boquiabierta, y triste por ver a su abuela llorar. –Ninguno de los hombres apareció jamás. –Repitió la anciana, esta vez un poco más bajo, casi en un susurro. -Todas, desde entonces, esperan a que sus maridos regresen algún día. El día menos esperado. Por eso las ventanas de la ciudad siguen sin ser cubiertas, pues en cada hogar hay una persona a la que todavía esperan, a la que todavía desean ver aparecer tras la esquina de la calle. 

Se hizo el silencio, ninguna de ellas dijo nada. La anciana se detuvo, cerró los ojos y recordó el día en el que se despidió de su querido padre, bañada en lágrimas. Recuerda los interminables días de espera y recuerda el día en el que, como una loca, vio a su madre arrancar las telas que cubrían los cristales de la ventana. Ella la observó desde la puerta del salón, comprendiendo lo que hacía. Le gustó la idea. Pasó muchas tardes junto a su madre sentada junto a la ventana, esperando volver a ver a su padre. La anciana abrió los ojos de nuevo, se levantó del sillón lentamente y se dirigió hacia la ventana del salón. Se apoyó en el marco de madera que la adornaba y suspiró hondo, muy hondo. Deseaba volver a verle, deseaba ver a su padre cruzar la esquina de la calle. Sabía que era imposible, pero lo deseaba. En lo más profundo de su corazón aún creía que podría llegar a suceder. 

Su nieta, aún sentada en el sillón, se levantó de él y acompañó a su abuela junto a la ventana. Le agarró la envejecida mano y sintió su cálida piel. Ambas, perdiendo la mirada en el paisaje que formaban las calles de la ciudad, quedaron de pie junto al marco de madera. La anciana continuó regalando lágrimas a la luz del Sol. La nieta se sintió orgullosa por conocer la historia que su abuela le había contado, repasó con la mirada todos los ventanales descubiertos y comprendió que las ventanas sí que tenían cortinas. Cortinas y persianas en forma de historias, que se ocultaban tras los cristales de cada casa. Historias que dotaban a los ventanales de un brillo, un color y un poder especial. Historias que, solamente los más afortunados y valientes, llegaban a conocer. 

Y allí, en medio de la ciudad, quedaron la nieta y la abuela contemplando el paisaje que los descubiertos ventanales les mostraban, sin saber que tras muchos ventanales de la ciudad alguna que otra mujer pegaba su rostro al cristal, esperanzada por volver a verle. Esperanzada por ver aparecer a aquel hombre que tanto amaba, aparecer tras la esquina del final de la calle. 



Estamos bien, estamos aquí, estamos en Eindhoven.

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