Una auténtica historia en la que se relatan las aventuras que viven tres amigos cuando deciden marcharse de su país de origen y comenzar una nueva vida a dos mil kilómetros de allí. Holanda se convierte en un escenario perfecto para demostrar que nunca hay que perder la esperanza, que siempre hay que enfrentarse a la vida con la más amplia de las sonrisas y que las mejores cosas ocurren cuando menos las esperas.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

"In the same place. Same time"

15 de Noviembre de 2012.

Cuatro historias pueden mezclarse perfectamente en el mismo lugar. Cuatro historias que ocurren a la misma hora. Cuatro historias que cuentan lo mismo, pero de manera diferente. La vida está llena de historias que desean ser contadas. Historias que pasan ante los ojos de todos. Solamente hay que detenerse, saber detenerse, en el lugar y en el momento indicado. 

Sonaban las campanas de la catedral. Nadie recordaba exactamente la hora que era, pero allí estaban todos. Cada uno de ellos esperando el momento. Una chica que miraba continuamente el reloj, una chica que buscaba con la mirada a alguien entre la multitud y una chica que se dirigía a una de las papeleras más cercanas del lugar. La cuarta historia era un chico, un chico montado en bici que se detenía ante la majestuosa catedral, quedando hipnotizado por el sonido de las campanas y por la belleza de las historias que se creaban continuamente a su alrededor. 

Una de las chicas, la que miraba continuamente el reloj, le vio llegar, le llevaba esperando más de media hora. Él corrió hacia ella y la abrazó, levantándola en brazos y haciéndola volar en círculos, amarrada a su cuello. Ambos se abrazaron, él la dejó en el suelo después de varias vueltas en el aire y el abrazo continuaba. No se separaron en varios minutos, no podían separarse. 

La chica que parecía buscar a alguien con la mirada seguía sin encontrar lo que buscaba, consiguiendo que su rostro se entristeciera cada vez más. Mientras tanto la chica que se dirigía hacia una papelera introdujo la mano en su bolso y sacó varios sobres que contenían varios papeles, con tantas dobleces que quedaban resumidos hasta poder entran en ellos. La chica coge, papel a papel, carta a carta, y comienza a romperlos en pequeños trozos, que van planeando en el aire hasta quedar ocultos entre los restos que hay en el interior de la papelera. Y entonces, el chico de la bici, lo vio todo. Tres etapas que se fusionaban en un mismo lugar: la pareja que se reencuentra después de un largo tiempo, la chica que no encuentra lo que busca con tantas ganas y la chica que, decepcionada, rompe todo lo que le recuerde a aquella relación. 



Hoy por fin nuestras bolsas de basura han ido a parar a la calle. No sabíamos el día en el que podemos tirar la basura hasta que nuestro querido amigo el pinto, Manolo, nos dijo que eran los martes en esta calle. Hoy ha rectificado al ver que nuestras bolsas seguían en la terraza. Ha dicho que lo siente mucho y que se ha confundido, que no son los martes, si no los jueves. Así que rápidamente cogemos las bolsas de basura que hemos acumulado desde que estamos viviendo en esta casa y nos hemos ido a la calle. Aquí es diferente, lo de la basura es diferente. A cada calle o a cada barrio se le asigna un día para poder sacar la basura y durante toda la mañana un camión la recoge. El camión de la basura. Nunca podré olvidar las noches de verano con mis amigos de la calle en la calle. Esperábamos ansiosos a que Neme llegara con el camión a recoger los contenedores. Nos colocábamos en una de las esquinas de la calle, frente a los contendores, y cuando veíamos aparecer a lo lejos las luces inconfundibles del camión comenzábamos a corear la canción que le dedicábamos todas las noches. “El camión de la basura, el camión de la basura” cantábamos mientras dábamos palmadas. Cuando el camión hacía su trabajo, se despedía de nosotros y la canción disminuía, fusionándose con las ganas de continuar con el juego que habíamos quedado aparcado. ¡La llevas! Esas noches de verano siempre consiguen sacarme una sonrisa. 

Hoy apenas hemos pasado tiempo juntos, son días grises y días tristes. No estamos juntos y estamos acostumbrados a estar juntos. He pensado que cuando no haya más que contar, cuando no haya apenas tiempo para escribir y cuando la rutina entre en nuestras vidas llegará el momento en el que “Las Cartas de Holanda” lleguen a su capítulo final. Después me he detenido un momento, me ha dado miedo y vértigo pensar en la última carta. Más tarde me he aliviado, pensando en que pase lo que pase estoy más que seguro que siempre tendremos algo que contar y que es muy difícil en nosotros que la rutina invada nuestras vidas. De momento el hecho de escribir y decidir cuál será la última carta queda totalmente descartado. ¡Creo que sea donde sea siempre sacaré tiempo para escribir! Escribir me da la vida, y no quiero morir tan joven. 

Antes de irnos cada uno a nuestro trabajo hemos ido a hacer la compra, la del mes, la de la semana o la del día y medio. No sabemos que compra hemos hecho, el caso es que hemos comprado. Nos hemos topado con unas pruebas de dulces en el Albert Heijn que estaban deliciosas, tan deliciosas que se te llena la boca de agua, tan deliciosa que las comes hasta por los ojos, hasta sin ganas y casi obligado. Unas pruebas que consiguen que ames al Albert Heij con todas tus fuerzas y que llenes el teclado del ordenador de babas al recordarlas. Qué barbaridad. Hemos probado unos dulces que estaban tan buenos que no tengo palabras para describirlo. A ver si os hacéis una idea… ¡Hemos acabado con el plato de las pruebas! 

Mary va a trabajar a la tienda, Ana en el restaurante y yo en otro restaurante. Todos ocupados y la casa por barrer. Eso lo puedes dar por hecho. Mis días en el restaurante mejoran, al igual que los de Ana en sus primeros pasos. Mejoran, aunque a veces haya días en los que lo veas todo de manera negativa. Hoy me ha pasado una cosa muy graciosa. Graciosa después de varios días porque en el momento lo he pasado mal. 

Como bien sabéis mi jefa, no sé si podré llamarla ya así, tiene dos restaurantes y yo solamente suelo trabajar en uno, Auberge, aunque la prueba del primer día la hice en el otro, Vintage. Pues bien hoy he llegado a Auberge y he limpiado todo lo que tenía que limpiar. Cuando he terminado me han dicho que tenía que irme rápidamente al otro restaurante, Vintage, porque no tienen a nadie para limpiar y me necesitan más que en el que estoy. Perfecto, con tal de trabajar yo voy a donde sea. Seguramente cuando me necesiten en otro más que en el que estoy me manden para atrás y para adelante. Ese no es el problema. El problema es que cuando he llegado al otro restaurante las pilas de platos, cubiertos y utensilios de cocina invadían toda la sala donde está el lavavajillas. ¡Madre del amor hermoso! ¡Que me atropelle una bici! ¡Lavavajillas aplástame! El mundo se me ha venido abajo. ¡Pero no! Con más ganas que nunca me he puesto a limpiar como un loco. ¿Qué pasa? Que por mucho que limpiara las camareras no podían dejar de traer más cosas. ¡El montón de mierda nunca bajaba! Gracias a la ayuda de la encargada de personal, que a veces también ejerce de camarera y es la chica que me orientó el primer día que no estaba mi amiga la española, conseguimos hacer el trabajo entre los dos. Cuando queda poco para terminar me deja solo y termino todo el trabajo sin ningún problema. Mientras friego el suelo aparece de nuevo la chica con un sobre en la mano, un sobre donde pone mi nombre y donde me dice que hay dinero para mí, el dinero es por no sé qué. ¡Ay madre! Me pongo tan nervioso que no la entiendo y le digo que “Ok”. Mis pensamientos: me han despedido y me pagan en mano los pocos días que he estado. ¡Pero no! Resulta que son las propinas que sacan de los clientes y que dividen entre todos los empleados. Menos mal. La chica dice que no me preocupe, que hoy he tenido tanto trabajo porque he llegado tarde debido a que he estado en el otro restaurante anteriormente. ¡Qué susto me he llevado para el cuerpo! 

Mary se mea de la risa cuando le cuento lo que me ha pasado y cuando me ve aparecer con un sobre que creía que era del finiquito. Que pesadilla. Y Mary me cuenta lo que le ha pasado al llegar de la tienda y al estar tan tranquilamente en el sofá. Alguien ha llamado a la puerta de casa, Mary se ha asomado por la ventana del salón y oh, oh. No, tranquilos. Ni la policía, ni mafiosos en furgoneta han aporreado esta vez a nuestra casa. Mary baja las escaleras y recibe en la puerta al vecino que nos dijo que nos compráramos el internet y la plancha. ¿Y este que quiere ahora? Pues quiere informarnos de que los jueves sí son los días de sacar la basura a la calle pero que no tenemos que meter nuestras bolsas de basura en los contenedores que mejor nos venga en gana. Esta mañana hemos visto cuatro contenedores verdes enfrente de la puerta de casa y ahí hemos metido nuestros sacos. Resulta que esos contenedores pertenecen cada uno a un vecino diferente y que la gente que no tiene queda las bolsas en la acera. ¡Ups! Qué vergüenza. Hemos invadido un contenedor ajeno. El vecino le dice a Mary que ha quedado nuestra basura dentro de su contendor pero que la próxima vez, por favor, no hagamos eso. ¡Anda que! Tenemos que dar el cante por donde quiera que vayamos. 

Pues nada, el jueves que viene sacaremos las bolsas de basura y las quedaremos bien recogiditas en la acera, mientras que vemos cómo nuestros vecinos glamurosos sacan la suya en contendores verdes. No nos dais envidia con vuestros contenedores que refugian vuestras bolsas del frío de la mañana. ¿Pero a que vosotros no tenéis canción? Y así, mientras veamos cómo el camión que recoge nuestras bolsas aparece por la calle, comenzaremos a cantar desde el ventanal del salón la canción que coreábamos de pequeños. “El camión de la basura, el camión de la basura”. 



En la plaza, frente a la catedral que ya había dejado de dar sus campanadas, continuaba la pareja de enamorados que se abrazaban aún con más fuerza que antes. La chica solitaria continuaba buscando con la mirada entre la multitud que cruzaba el escenario, sin encontrar a la persona que tanto deseaba ver. A veces, miraba con disimulo a la pareja que se abrazaba en uno de los bancos que allí había, y, otras veces, observaba a la chica que rompía cartas de amor frente a una papelera, donde dejaba caer los trozos de papel que bailaban en el viento. Deseó poder abrazar de la misma manera a la persona que buscaba y también deseó no tener que romper nunca sus cartas de amor. 

El chico, aún montado en la bicicleta, miraba el entristecido rostro que la chica ponía a casa segundo que pasaba ante ellos. Él supo que aquella persona llegaría, en algún momento una sonrisa se dibujaría en el rostro de aquella chica y se lanzaría en los brazos de su espera. El chico también supo que no servía de nada romper unas cartas de amor y que aquella chica recordaría para siempre las palabras que en ellas había escritas. 

Las historias avanzaban en diferentes direcciones, en direcciones paralelas. Lo que no sabía ninguno de ellos es que las historias, por muy diferentes que lleguen a parecer, siempre pueden cambiar sus direcciones para formar una misma. Todos desconocían que las cartas de amor que rompía aquella chica habían sido escritas meses antes por el chico que ahora abrazaba a la chica del banco, que la chica del banco conseguiría quedarse abrazada a esa persona para siempre, que la chica de la espera eterna jamás encontraría a la persona que buscaba entre la multitud y que, sin embargo, se iría a tomar un té con la chica que terminaría de romper cartas frente a la papelera. En medio de aquellas historias continuaría el chico de la bici, que conseguiría ver aparecer el camión que recogía cada día las bolsas de basura de las calles y, sin quererlo y de forma inconsciente, comenzaría a tararear la canción que le transportaba a aquellas noches de verano que siempre conseguían sacarle una sonrisa. 

Allí quedaron en el mismo sitio, en el mismo lugar y a la misma hora. Las campanas de la catedral comenzaron a sonar de nuevo. 



Estamos bien, estamos aquí, estamos en Eindhoven.

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