Una auténtica historia en la que se relatan las aventuras que viven tres amigos cuando deciden marcharse de su país de origen y comenzar una nueva vida a dos mil kilómetros de allí. Holanda se convierte en un escenario perfecto para demostrar que nunca hay que perder la esperanza, que siempre hay que enfrentarse a la vida con la más amplia de las sonrisas y que las mejores cosas ocurren cuando menos las esperas.

martes, 13 de noviembre de 2012

"The girl and the rain"

05 de Noviembre de 2012.

Hace quince años… 

Las primeras gotas de lluvia comenzaron a saborear el color de las aceras, la similitud de los tejados y el singular tacto de la tierra, esa tierra que desprendía aquel maravilloso olor invernal al entrar en contacto con el agua. En el asfalto comenzaban a formarse charcos que, con el continuo goteo, iban aumentando de tamaño, intentando invadir todo el húmedo suelo. 

La gente de la calle paseaba, acelerando sus pisadas, evitando a toda costa que sus pelos y ropas quedaran empapados. Fueron muy pocos los paraguas que resguardaron de la lluvia a los paseantes, pues muy pocos de ellos esperaban que aquel día el cielo comenzara a llorar. Dirigían sus vistas a lo alto intentando averiguar cuándo las gotas de agua terminarían, pero no terminaron, al menos no en mucho tiempo. 

Todos veían la lluvia a través de los cristales de sus casas, todos excepto una mujer. Ella descansaba su cuerpo sobre una de las frías camas del hospital más cercano mientras tocaba su vientre intentándola sentir en su interior. El día había llegado, y con él su pequeña hija, y con ella la lluvia que no cesaría. 



Una vez en la cocina aporrean nuestra puerta de casa y aparece tras ella un señor muy simpático que viste pantalones que parecen estar manchados de gotas de pintura, una sudadera igual de manchada y un sombrero blanco que descansa sobre su cabeza. ¡Es el pintor que nos ha mandado la agencia! El señor que parece un cuadro de Picasso entra en casa y comienza a hacer su trabajo mientras que, nosotros en la cocina, cantamos a los cuatro vientos canciones que han sido todo un éxito en los calurosos veranos de España. ¡Dile que la quiero, levantando las manos, el aserejé, la bomba o el yo quiero bailar! Pasan por nuestras gargantas en modo de verbena de pueblo. Seguro que el pintor, al igual que el fontanero del otro día, se queda a cuadros. Sí, a cuadros. Esas cosas que cuelgan de las paredes y que en nuestra casa no hay ni uno de ellos. ¡Estas paredes no conocerán qué es eso de maquillarse con pinturas! No, al menos, con nosotros de inquilinos. 

Hoy es el cumpleaños de mi hermana, la felicito y descubro que es la primera vez que no lo hago a la cara. Da pena, pero es una nueva experiencia. ¡Quince años! Parecen demasiados, pero en el fondo no son nada... ¡Felicidades Rocío! ¡Vamos, vamos! Que tenemos que ir al supermercado a comprar los ingredientes para las pizzas que vamos a preparar esta noche. Noche de fiesta. Y Ana, Mary y yo nos vestimos lo más rápido que podemos y nos vamos al Albert Heijn, después de comer. Claro está. 

Las puertas del Albert nos reciben cordialmente como casi todos los días. Se abren a nuestro paso, nos adentramos en nuestras rutinarias aventuras entre pasillos de comida y creemos que las cajeras ya pueden reconocer nuestras caras. ¡A nosotros ya nos resultan familiares! Es una tontería, o tal vez cosas curiosas del destino, pero cada vez que nuestras manos se acercan al plato de pruebas de algún que otro alimento alguna cajera habla por los altavoces anunciando lo que sea. Siempre bromeamos al respecto e imaginamos lo que pueden llegar a decir, ya que hablan en holandés y np entendemos ni papa. “Por favor los españoles que solamente vienen a degustar las pruebas gratuitas que aparten sus zarpas de los platos, gracias” y la cajera se despide con un agradable tono en su voz y una amplia sonrisa. Y como no entendemos lo que dicen, nuestras zarpas se adentran en los platos de pruebas. ¡Qué rico está éste queso! Qué, ¿vamos a por otro café? 

Da la sensación que llevamos caminando entre estas estanterías durante toda la vida. El pasillo de los detergentes que siempre huele bien, los productos del baño, la sección de la mahonesa que todo lo arregla, la panadería, los quesos gratis, la máquina del café y los cartones más baratos de leche ya forman parte de nuestra vida diaria. ¡Todos esos pasillos ya son como de la familia! ¡Mira mi tío! Ah no, que es el pasillo de la mahonesa. En fin. 

Y la cesta empieza a llenarse de los productos más baratos que encontramos en la tienda. Champiñones para la pizza marca barata, queso marca barata, chóped marca barata, aceitunas sin hueso de marca barata. Todo barato. Todo excepto el orégano. Mary parece una friki de las especias, y aquí las especias son muy, muy caras. Así que dejamos el orégano en su sitio y rezamos para que en la casa donde celebramos la fiesta haya. Aunque la casa es de un cocinero. ¡Si no hay especias es muy raro! Aunque ya saben lo que dicen: en casa del fontanero, tuberías de palo. ¿Esto no era con otra profesión? 

Y llega la hora de ducharse, vestirse, peinarse y maquillarse. Estas dos acaparan el baño y espero hasta que lo dejen libre. No hay muchos modelitos donde poder elegir, pero uno siempre intenta ponerse lo más guapo posible. Y olé qué guapos que vamos. ¡Pá qué nos vamos a engañáh! (esto se lee con acento extremeño). Aylim, la chica que me ha conseguido lo del restaurante, queda con nosotros para irnos a la fiesta todos juntos. Cuando llega a casa nos vamos cargados como la burra que iba hacia Belén, pero en vez de chocolate llevamos chóped en rodajas, aceitunas troceadas, champiñones en lata, queso laminado y el resto de ingredientes de nuestras futuras pizzas. ¡Mary lleva la mochila que parece que ha atracado a mano armada una tienda de kebabs! 

Ana va en su bici, en la que le compró la otra noche al negro, Mary y yo vamos en la de Marleen y Aylim va en la suya. Hacemos un recorrido por Eindhoven hasta llegar a la casa donde se celebra el cumpleaños de Aser, que no es su casa, y comenzamos a hacer pizzas. La cantidad de comida que han preparado no es normal. Somos unos quince invitados y hay montones de comida. Ensaladilla de patatas con cosas de categoría, canapés y tapas de todo tipo, shusi, tortillas de patatas y más cosas que mi mente no recuerda. ¡Y para beber agua de valencia! El agua de valencia nos recuerda a nuestro verano en el pueblo. ¡Qué de vasos nos bebimos y qué de vasos nos bebemos ahora! Además, y por si fuera poca comida, preparamos tres pizzas tamaño familiar. Pero no familiar de familias normales, si no de… por lo menos la Familia Real. Hay comida para parar un tren. 

Nos lo pasamos super bien en la fiesta, comemos de todo, bebemos de más y cantamos en el karaoke demasiado. Nos volvemos locos. En sí no había karaoke porque teníamos el portátil que nos mostraba los vídeos de youtube con la letra de las canciones y dos micrófonos que no podíamos enchufar a los altavoces. Nos da igual. Agarramos los micrófonos como si de Bisbal nos tratásemos y nos dejamos la voz en ello. Cantamos Mecano, Pimpinela, Bisbal, Shakira, en inglés, en español y hasta en japonés. El karaoke es nuestro, la fiesta es nuestra. 

Y cuando la fiesta termina, nos despedimos de todo el mundo al que hemos conocido, y regresamos a casa de la misma manera que hemos venido. ¡Qué frío! Nos lo hemos pasado bien. Y la gente también se lo ha pasado bien. Hemos entrado a formar parte de un grupo creado con gente de todos lados de España. Hacemos un buen collage. 

Con los radios de nuestras bicicletas casi congelados, con nuestras narices enrojecidas y nuestras gargantas atacadas por un excesivo cante de karaoke llegamos a casa. Hogar, dulce hogar. Ahora no es dulce, da un poco de miedo, pero da igual. ¡Uh! 



Hace quince años… 

La lluvia no descansaba. Las gotas continuaban naciendo de las nubes que gobernaban en lo alto del cielo y recorrían aquel largo trayecto que las depositaba en los enormes charcos que se formaban en las aceras. La lluvia no descansaba. 

La mujer seguía tumbada en aquella fría cama de hospital, ahora su vientre no estaba tan hinchado como antes. Su bebé ya había nacido y había comenzado su vida, aislada del vientre de su madre. La lluvia fue más intensa en el momento en el que dio a luz, suavizó un momento al ver tras el cristal de la ventana a la pequeña que acababa de nacer y continuó, fuertemente, azotando los tejados de la ciudad. No se detendría hasta que consiguiera ver lo que tanto deseaba. La lluvia solamente pedía verlos por un instante. Lo había prometido. 

Y así continuó durante horas, largas horas en las que por las calles corrían largos hilos de agua, los lagos comenzaban a no poder soportar más agua en sus interiores y largas horas en las que el cielo no se cansaba de llorar tanto. La lluvia había hecho una promesa. Era necesario ver lo que tenía que ver para refugiarse. Se asomaba por la ventana del hospital, donde veía a la niña que seguía dormida entre las blanquecinas sábanas. Las gotas recorrían los ventanales, intentando descubrirlos. Pero la niña seguía dormida. 

Minutos más tarde la pequeña recién nacida comenzó a mover la boquita, la abría y la cerraba con disimulo. Las manos las convertía en un puño y, más tarde, mostraba sus diminutos dedos. La pequeña se movía bajo las sábanas, percibiendo el sonido que el agua provocaba en el exterior. Y, curiosa por descubrir aquello que le rodeaba, escondió sus párpados, mostrando al mundo entero dos profundos ojos teñidos de verde. La lluvia azotó de nuevo fuertemente, golpeando los cristales de la ventana de la habitación donde la pequeña había despertado. Las gotas de lluvia recorrían el frío cristal, resbalándose por él y, descubriendo por fin, la belleza que aquellos ojos habían ocultado hasta el momento. 

La lluvia la contempló durante unos segundos, dejándose cautivar por la profundidad de su mirada. Las gotas los necesitaban. Habían nacido para ser contemplados. La pequeña, desde la cuna, también la contempló recorrer los ventanales. Más tarde, cuando la niña anunció con un bostezo que comenzaría a dormir de nuevo, la lluvia cesó con disimulo. Despareciendo. Se desvaneció sin avisar, habiendo cumplido su promesa. El cielo dejó de llorar, sabiendo con certeza que sus ojos estaban a salvo. 



Estamos bien, estamos aquí, estamos en Eindhoven.


A mi hermana, que tiene los ojos del cielo.

1 comentario:

  1. El mejor regalo que me podrian hacer, no puedo dejar de llorar cada vez que lo leo y no importa la felicitacion de donde llegue o lo lejos que este, no importa. Muchisimas gracias por esta carta.

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