Una auténtica historia en la que se relatan las aventuras que viven tres amigos cuando deciden marcharse de su país de origen y comenzar una nueva vida a dos mil kilómetros de allí. Holanda se convierte en un escenario perfecto para demostrar que nunca hay que perder la esperanza, que siempre hay que enfrentarse a la vida con la más amplia de las sonrisas y que las mejores cosas ocurren cuando menos las esperas.

viernes, 16 de noviembre de 2012

"Como perros y cacos"

08 de Noviembre de 2012.

Ella nunca había conseguido poner las servilletas a la primera en la mesa. Siempre se sentaba a comer y, cuando veía que no tenía donde poder limpiarse las manos, maldecía el despiste continuo que sufría con las servilletas. Su pareja siempre se lo decía y, después, él se levantaba hasta el mueble y regresaba con un puñado de ellas. “No sé qué te ocurre con las servilletas, siempre las olvidas en la cocina”. A ella le encantaba verle mientras decía aquella frase, ver cómo sus ojos marrones se empequeñecían al hablar y cómo su boca, caracterizada por su perfectos labios y porque un pequeño trozo faltaba a uno de sus dientes, se movía con delicadeza, pronunciando correctamente cada palabra. Siempre se les olvidaban, hasta que él se marchó y, desde entonces, las servilletas nunca volvieron a faltar en la mesa. La relación terminó cuando aún permanecían sentados en la mesa. Ella bebía un sorbo de su té y él la miraba desde el otro extremo de la cocina. Ya no se quería o, al menos, eso creían ellos. Y se marchó, dejando las servilletas sobre la mesa y a ella aún bebiendo el último trago de té. 

Varias semanas más tarde ella decidió cambiar de apartamento e irse a vivir a uno más pequeño, pues aquellas paredes estaban llenas de recuerdos. Y también decidió llenar el vacío que habían dejado en su corazón, y lo llenó con un perro. El animal le daba compañía, tanta que hasta a veces no recordaba a su antiguo novio. Excepto en las horas de la comida, era inevitable recordarle. Ahora las servilletas era lo primero que ocupaba la mesa y su perro la observaba, con la lengua fuera, cómo se sentaba en una de las sillas de la cocina y comía muy despacio. A veces los ojos se le llenaban de lágrimas, hasta que su nuevo compañero le regalaba un ladrido y ella regresaba al mundo en el que vivía, dejando a los duros recuerdos en el cajón de los recuerdos. 

Mientras tanto, no muy lejos de allí, un hombre que vestía de negro había planeado asaltar un edificio. La noche ya cubría el cielo de la ciudad y era una buena hora para evitar a la policía. Necesitaba algo de dinero y ya lo había intentado todo, excepto robar alguna casa. Estaba decidido a hacerlo. No había vuelta atrás. Sin saberlo, entraría en el que se toparía con una chica con los ojos llorosos, una mesa llena de servilletas y un perro que ladraba para evadirla de sus recuerdos. 



Es mediodía, las dos de la tarde más o menos. Ana y yo estamos comiendo en el salón, Mary ya se ha ido hace unas horas a la tienda de Marleen. Mientras saboreamos unos deliciosos macarrones con tomate escuchamos cómo aporrean nuestra puerta de abajo, la que es común con el vecino invisible. Ana y yo nos miramos, de nuevo, aterrados. ¿Y ahora quién demonios es? Abro la ventana del salón, miró hacia abajo intentando averiguar quién llama de esa manera y mi corazón comienza a latir con más fuerza de lo normal. Cierro la ventana deprisa y miro directamente a los ojos de mi amiga. “Ana: la policía está llamando a la puerta”. 

A las cinco de la tarde Mary nos envía un mensaje desde la tienda de Marleen. Nos dice que si nos podemos acercar a la estación de autobuses, que ha quedado allí con Marleen para que nos deje al perro y que si la podemos ayudar con las cosas que tiene que traer a casa, incluido a Sim, el perro. Ana y yo trabajamos a las seis, así que tenemos que darnos prisa en ayudar a Mary. 

Cogemos nuestras bicis, cada uno la nuestra, y nos vamos a la estación en busca de Mary. ¡Ya podemos ir cada uno en una bicicleta! Es una maravilla. Vamos como pájaros sin nadie a quien transportar en el porta-paquetes. 

Mary está en la estación, con su mochila cargada de cosas, y esperando a Marleen a que aparezca en su furgoneta con Derek y su perro. Cogemos todo lo que podemos llevarnos a casa y nos vamos porque tenemos que irnos cada uno a su restaurante. Mary se queda donde la hemos dejado, a la espera del nuevo inquilino. 

Ana y yo llegamos a casa, de nuevo, vaciamos todo lo que Mary nos ha dejado. ¡Parece que hay comida en las bolsas! Seguro que Marleen le ha dicho que se lleve cosas de la tienda. Vaciamos nuestros bolsos, nos abrigamos de nuevo y cogemos las llaves de las bicis, de los candados que las protegen de los abusones de bicis. Nos vamos juntos todo el camino hasta que nos separamos, cada uno a su destino, cada uno a su lavavajillas que hace la función que su propio nombre indica. 

Mientras tanto Mary espera en la estación de autobuses a que Marleen llegue con el perro. Espera y mientras lo hace ve a aparecer a un hombre que se dirige poco a poco a ella. El hombre le saluda, Mary le saluda sin saber quién era y después le dice que mañana por la mañana tiene que volver a nuestra casa. ¿De qué le sonaba esa cara a Mary? ¡Claro! Era el fontanero que nos arregló la ducha mientras bailábamos sevillanas en la noche de Halloween. ¡Y se ha encontrado con él en la estación! Eindhoven ya se va convirtiendo en pueblo. 

Marleen aparece, con uno de los chicos de prácticas de Derek y con Sim. Todos reunidos en el esperado encuentro. Mary coge por la correa a Sim, se despide de Marleen y el chico de prácticas, Dave, se queda con la furgoneta de Marleen. Mary le pide a Dave que la lleve a casa, ya que con el perro es muy complicado. El muchacho le dice que por supuesto, ella queda la bici en la tienda de Marleen y se montan en la amplia furgoneta. Mary guía a Dave hasta nuestra casa y en la puerta, al verla bajar con ese perro tan grande comparado con ese cuerpo tan pequeño, le desea la mejor de las suertes para estos días de perros. El muchacho se va y Mary se queda sola en el piso, con una compañía de cuatro patas. 

Después de varias horas fregando cubiertos, platos y utensilios de cocina Ana y yo llegamos a casa. ¡Sim es muy grande! Es un perro labrador color marrón, pero es muy grande. Es bueno, no ladra y es obediente. Se pone muy contento cuando nos ve llegar. ¡Y le contamos a Mary lo de la policía! 

Resulta que Ana y yo estábamos esta mañana comiendo nuestro plato de pasta cuando, de repente, aporrean la puerta de casa. Nos asomamos a la ventana y vemos que hay un coche de policía aparcado frente a casa, con dos policías en la puerta. Bajamos las escaleras lo más rápido que podemos y les abrimos. Nos saludamos educadamente, que nos vean que somos una pareja de amigos formal. ¡Madre mía que se han enterado que tenemos bicis de los negros! ¡Madre mía que no! ¡Que saben que en la terraza tenemos varias bolsas de basura porque no sabemos qué día se pone la basura en la calle! ¡Que nos llevan, que estos nos llevan! Ana y yo nos acojonamos un poco. No sabemos qué quieren y viniendo de este piso nos podemos esperar cualquier cosa. Son un chico y una chica, parecen simpáticos. Nos preguntan por no sé quién, le decimos que no sabemos nada, me piden el pasaporte y se lo doy. Cuando ven que vamos de legales se quedan más tranquilos y yo les digo que hay un montón de cartas detrás de la puerta, así que coge el montón y se lo entrego. Comienzan a buscar un nombre entre los sobres y parece que encuentran el nombre que buscan. Me devuelven todas las cartas y las dejo donde estaban. Nos dan las gracias y se marchan. ¡Madre mía, madre mía! Que estaban buscando a alguien, seguro que es al antiguo inquilino de nuestra casa o, a lo mejor, al vecino invisible. Sea lo que sea esto tiene muy mala pinta. El otro día los dos tipos de la furgoneta buscando a no sé quién y ahora la policía que buscaba a ese mismo no sé quién. ¡Dios de Holanda! ¿Qué hemos hecho mal para merecer esto? ¿Es porque abusamos con las comidas de pruebas del Jumbo? ¿Es porque abusamos del café gratis en el Albert Heijn? ¡Dios de Holanda! Mándanos una señal porque no podemos seguir con esta incertidumbre. 

A cada paso que avanzamos la bola del misterio va creciendo más y más. Primero fue la visita al piso, donde descubrimos que el señor que vivía aquí tenía un perro agresivo, que nos ladraba desde la terraza. Después fue el misterio de la calefacción, de las cartas que nadie lee, de los huesos bajo las escaleras y del vecino invisible, del que seguimos sin saber nada de nada. Más tarde le tocó el turno a los dos tipos de la furgoneta en busca de algo o de alguien y ahora, sin ir más lejos, la policía nos hace una visita y husmea en las cartas que se apilan tras la puerta. En serio. ¿En qué clase de embrollo nos hemos metido? 



Ella estaba sentada en la cocina de su nueva casa, recordando a aquel hombre que la había dejado semanas atrás. Su perro la observaba desde el suelo y la veía secarse los ojos con servilletas de papel, que recogía y depositaba de la misma manera en la mesa de madera. La chica creía tener superada la ruptura, el perro la había hecho muy feliz durante los primeros días, haciéndola creer que incluso había sido capaz de olvidar a aquel chico que achinaba los ojos cuando le hablaba, que siempre tenía que ir a por las servilletas que ella olvidaba y que tenía una boca perfecta, con unos labios perfectos y que a uno de sus dientes le faltaba un pequeño trozo. La chica encendió la luz de la cocina, pues sus ojos se habían acostumbrado a la falta de luz y ella no se había inmutado de que la noche había caído. Maldijo su soledad, respiró hondo y se dirigió a la encimera para prepararse un té. 

En el exterior del apartamento el chico que vestía de negro, preparado para robar en aquella casa, vio cómo una de las luces del interior acababa de encenderse. No importaba. Pensó que nada ni nadie podría detenerle. El muchacho, sin saber que iba a cometer la mayor estupidez de su vida, comenzó a caminar hasta su objetivo. Pensó en quién viviría en aquella casa y en cómo llevaría a cabo el robo. No sabía nada, excepto que, fuera quien fuese, había sido el elegido. El muchacho se detuvo ante un cristal de una ventana, mirando su rostro antes de pasar a la acción. Sus labios aún seguían siendo perfectos, sonrió al reflejo y le saludó el mismo tipo con un diente partido desde el otro extremo del cristal. Cómo podría haber llegado a esa situación. Se preguntaba mil veces al día la misma pregunta. Dejó de pensar y decidió comenzar a caminar. 

Sin ser testigos de ello, el curioso destino les puso de nuevo en sus caminos. Ella estaba calentando el agua a la que después añadiría una de sus infusiones preferidas. Él, que había decidido robar una de los apartamentos de aquel edificio, se adentraba en el hogar en el que ahora vivía la chica con la que tantos momentos había compartido. Aquella chica a la que hace tan solo unas semanas le seguía regañando por olvidar, día tras día, comida tras comida, poner las servilletas sobre la mesa. Ella bebería el primer sorbo de su té. Él la miraría a través de una ventana, vestido de negro, y descubriría su rostro. En aquel momento, el perro ladraría y la rescataría de lo más profundo de sus recuerdos. Él, desde el otro lado del cristal, se asustaría por los inesperados ladridos, pero no dejaría de mirarla. Ella, regresaría olvidando sus recuerdos, daría un segundo sorbo a su té y miraría tras la ventana. 



Estamos bien, estamos aquí, estamos en Eindhoven.

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