Una auténtica historia en la que se relatan las aventuras que viven tres amigos cuando deciden marcharse de su país de origen y comenzar una nueva vida a dos mil kilómetros de allí. Holanda se convierte en un escenario perfecto para demostrar que nunca hay que perder la esperanza, que siempre hay que enfrentarse a la vida con la más amplia de las sonrisas y que las mejores cosas ocurren cuando menos las esperas.

lunes, 12 de noviembre de 2012

"El menú del día"

04 de Noviembre de 2012.

La señora se acercó a la mesa donde estaba sentado su marido. Le agarró de la mano, le besó en la frente y tomó asiento, en la silla que había justo frente a él. La carta del restaurante les separaba, dividía la mesa como una pared divide una casa. La carta, además de dividir en dos la elegante mesa, también separaba en dos a sus corazones. Aquel restaurante les había dado la vida, allí se habían conocido y allí habían envejecido juntos. Pero el tiempo pasa, al igual que las historias y los años. El tiempo pasa y ninguno de ellos se había percatado del desvanecimiento de su amor, aquel que sentían hace tanto tiempo el uno por el otro. Qué les había pasado. Aquella pregunta invadía sus pensamientos todos los días. 

Ambos quisieron agarrar la carta del menú a la vez, él se la cedió a ella y, a pesar de sabérsela de memoria, la leyó con detenimiento un par de veces. Quiso que los minutos pasaran cuanto antes, quiso mantenerse en silencio el mayor tiempo posible. No quiso decir ni una palabra, ni una sola. 


Hoy es un día de perros. Pero no de esos que tienen cuatro patas y comen pienso, si no de esos en los que no sabes qué hacer y te pasas el día en casa vagueando. Hoy es un día de perros. 

Nos levantamos de nuestros cómodos colchones en el suelo y nos ponemos manos a la obra. Desayunamos un poco tarde, ya que es domingo, y hay que rendirle homenaje al Día del señor de Holanda. Desayunamos en la cocina, después de abrir la puerta a la que hay que hacerle un placaje para conseguir que te deje pasar, y nos pasamos todo el día entre esas cuatro paredes. Hemos descubierto que como la cocina es la habitación más pegada a la casa de los vecinos que nos ceden el internet la conexión va más rápido y por lo tanto la cocina pasa a ser nuestra habitación favorita de la casa. 

Hoy queremos pintar las lámparas que nos regaló Marleen, ya que son blancas y nuestra casa necesita unos tonos que la contrasten. Gracias a los espráis que nos regaló la chica que se ha ido a Londres podemos pintarlas. Decidimos que una de ellas irá en negro y otra en rojo. ¿Qué pensará el diseñador de las lámparas si se entera que queremos estropear sus diseños de cientos de euros? Le he dicho a Mary y a Ana que podemos venderlas, pero es un regalo y a ver si va a darnos mala suerte. 

Escuchamos música, hablamos con nuestros amigos, con nuestros familiares, cocinamos, hablamos y hacemos de todo en esa cocina que parece un mercadillo. Llueve un poco. Cuando terminan las gotas Mary y yo salimos corriendo a la terraza, por la puerta de la cocina, ponemos unos cartones en el suelo, apoyamos una de las lámparas en ellos y sacamos los espráis color negro. ¡A pintar se ha dicho! Ana nos hace fotos desde el ventanal de la cocina. ¿Qué hacen esos locos en pijama y en la terraza con el frío que hace y con unos botes de espray en la mano? Si nos ve algún vecino es lo que se preguntará. La lámpara queda bien, el negro le favorece. Y enseguida comienza a llover de nuevo. ¡Corre! Mete la lámpara en la cocina. Mierda, aún nos queda la parte de debajo de la lámpara de techo. 

Y comenzamos a cocinar. ¿Qué toca hoy? De nuevo coliflor. ¡Vaya olores que se mezclan en el aire de la cocina! El espray y la coliflor hacen una combinación perfecta. No sé si prefiero seguir ahí dentro o salir a la terraza a tomar un poco la lluvia, a ver si este olor se va de algún modo. Y mientras eso que se cuece se sigue cociendo nosotros intentamos detener la lluvia y continuar pintando, pero la lluvia no se detiene y nos toca seguir esperando. 

¡Corre Mary coge de nuevo la lámpara! Salimos a la terraza y pruebo el espray rojo en una de las hojas de la lechuga que tenemos en una maceta. ¡Qué chula queda la lechuga color rojo! Después volvemos al negro e intentamos terminar la lámpara. Uno de los mechones del pelo de Mary también termina de color negro, dice que si le gusta que se lo queda. Es muy gracioso ver que de su moño nace un rizo negro. Y la lluvia nos deja terminar nuestro trabajo. ¡Aleluya! 

Mary cuida sus plantas con mimo y delicadeza. Tiene un perejil, un perejil holandés, una lechuga medio pintada de rojo, un pino y un girasol moribundo. Todas las plantas nos la ha regalado la chica de Londres. ¡Mary es muy feliz teniendo toda la terraza llena de macetas! Esperemos que no se sequen, aunque es difícil porque con la lluvia que hay aquí lo más probable es que se ahoguen. 

Y la comida está lista: las coliflores fritas no están mal, como siempre la mayonesa ayuda, y la ensaladilla que aún sobraba de un euro sigue estando igual de buena. Después de comer los tres juntos y echar unos bailes en la terraza de la casa, Ana se tiene que ir al trabajo. ¡Cómo olvidamos las penas con la música discotequera! El ordenador hacía de dj en la cocina y nosotros nos volvíamos locos en la terraza. Qué bien sienta desahogarse con unos movimientos de cadera. 

Planeamos nuestra tarde de domingo y una de las primeras ideas que surgen es ir a visitar al Albert Heijn. Queremos comprar palomitas de microondas para disfrutarlas esta noche. Nos vestimos, un paseante ve en bragas a Mary a través del ventanal de nuestro salón, cogemos la bici de Marleen y nos vamos al supermercado. Sí, lo de las bragas por la ventana ya es algo normal. 

¡Oh no! El Albert Heijn de al lado de casa está cerrado. ¡Maldito seas Albert! Queremos palomitas, así que decidimos ir en busca de nuestro amigo el Jumbo, el super que está al lado del albergue donde pasamos nuestras primeras semanas. Jumbo del albergue cerrado. ¡Maldito seas Jumbo! Encima recién cerrado. ¿Qué hacemos? Seguimos queriendo palomitas. Siguiente destino: el Albert Heijn que hay en el centro de la ciudad. Menos mal que todo nos queda cerca de casa, ya que el barrio de nuestra casa se considera centro, y encima si vas en bici todo parece estar a la vuelta de la esquina. ¡Y menos mal! Este Albert sí que está abierto. 

Compramos cebolla, unas palomitas de microondas, patatas fritas de unos cuantos céntimos, una coca cola barata que después resulta ser light y encima de un litro y medio. ¡Eso nos pasa por mirar solo los precios! Seguimos teniendo nuestras particulares aventuras en cada lugar al que vamos, es así. Regresamos a casa, a nuestra cocina donde preparamos la cena y a esa que sigue oliendo a espray de bote. La lámpara sigue secándose en el suelo, sobre los cartones que recogimos hace tiempo de la calle. Nuestro ratón sigue visitándonos, esperamos que se haya colocado con el olor a espray y no vuelva más o, tal vez, le haya gustado la sensación de mareo y no abandone nunca la cocina. ¡Necesitamos queso! Nos gusta el queso. ¡Y una trampa para ratones! 

Y mañana es el gran día, aparte de que es el cumpleaños de mi hermana, celebramos el cumpleaños de nuestro amigo. ¡Una fiesta por fin! Los tres juntos en una fiesta. Estamos deseando comprar los ingredientes para las pizzas que vamos a preparar y la idea del karaoke nos tiene emocionados. ¡Con lo que nos gusta cantar a nosotros! 

Como he dicho antes el domingo ha pasado como un día de perros, de esos que se pasan la vida en la cocina, enchufados a internet y oliendo la mezcla que se crea al juntar espray con coliflor. Hoy es un día de perros.


El hombre la miraba desde el otro extremo de la mesa, a tan solo unos centímetros. Unos centímetros que, sin embargo, parecían convertirse en kilómetros a cada minuto que desperdiciaba contemplando las arrugas que habían nacido años atrás en los ojos de aquella hermosa señora. Qué les había pasado. Habían sido tan felices juntos que todo parecía quedar ausente en sus recuerdos. Ella terminó de leer por segunda vez la carta del restaurante, la dejó delicadamente en el mismo lugar de donde la había cogido y no apartó la mirada del delicado mantel que envolvía la mesa donde su marido apoyaba los codos. Ella suspiró fuerte. Él sostuvo la carta entre sus manos y decidió leerla también, a pesar de conocerla a la perfección. Él también quiso que los minutos pasaran cuanto antes, quiso mantenerse en silencio el mayor tiempo posible. No quiso decir ni una palabra, ni una sola. 

Dejó que los segundos se escaparan entre las líneas del menú del día, evitando a toda costa mediar palabra con el hombre con el que había compartido una vida entera. Una vida que se escapaba, huyendo de ellos y gritando a los cuatro vientos el menú que componía la carta del restaurante que ellos mismos habían diseñado. Qué les había pasado, aquel era un misterio que tan solo el menú del día podía resolver con certeza.


Estamos bien, estamos aquí, estamos en Eindhoven.

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