Una auténtica historia en la que se relatan las aventuras que viven tres amigos cuando deciden marcharse de su país de origen y comenzar una nueva vida a dos mil kilómetros de allí. Holanda se convierte en un escenario perfecto para demostrar que nunca hay que perder la esperanza, que siempre hay que enfrentarse a la vida con la más amplia de las sonrisas y que las mejores cosas ocurren cuando menos las esperas.

domingo, 9 de diciembre de 2012

"Las mil historias de cada vida"

06 de Diciembre de 2012.

He puesto los pies en el suelo, abandonando el colchón, y me he impulsado gracias a las manos. He conseguido ponerme de pie en la habitación y mi mirada ha quedado engatusada del paisaje que me regalaba la ventana. ¡Nieve! Nieve por todos lados. Nieve en los tejados y en las terrazas, nieve en los patios, en las copas de los árboles y en los rincones más ocultos que desde el dormitorio se pueden ver. Seguro que ha estado nevando toda la noche. Las vistas son preciosas. Nuestra terraza queda a nuestros pies y un campo de jardines y casas baña el resto del paisaje. Un paisaje que queda completamente inundado por un blanco puro, un blanco perfecto. Todo se transforma cuando el sol deja ver sus primeros rayos de la mañana y consigue que la blanca nieve comience a brillar como si de diminutos diamantes se tratasen. Un paisaje espectacular. 

Al paso de os minutos Mary comienza a bajar las escaleras y me da los buenos días, yo ya estoy sentado en el sofá. Dice que no le gusta que escriba por las mañanas, que la abandono con mis cartas y que no le hago caso. La verdad es que cuando escribo no le presto mucha atención, pero ni a ella ni a nadie. “Me dejas sola” me dice con un tono que parece que imita a una niña de cinco años. “¡Pues sí, te abandono!” pero solo por unos momentos. 

Ana se despierta a las diez, más o menos. Baja al salón y no extraña verla tan temprano por aquí. Dice que está bien y que parece que ahora no le duele nada. Después del susto que nos llevamos todos ayer hoy volvemos a estar todos en casa, como si nada. Dice que quiere ir a trabajar y que se ve con fuerzas para ello. Y hoy, como era de esperar, tiene un día cargado de mensajes y de llamadas. La gente se preocupa y quiere saber. ¡Ana ha revolucionado a medio Eindhoven en un momento! Llamadas de teléfono, dolores que no se sabe de dónde vienen, viajes en coche y en ambulancia, aventuras en el hospital y hablando por el traductor con el doctor. Pero, ¿dónde se ha visto esto antes? Menos mal que todo ha quedado en un pequeño susto. En un pequeño susto y en que Ana tiene que beber líquidos, no en exceso, y esperar hasta que expulse su piedra filosofal. ¿Y tiene que expulsar eso por ahí? ¿Enserio? 

Pasamos la mañana en casa, viendo la calle nevada desde la ventana del salón. Mary tiene que irse a la tienda y después al restaurante. Ana y yo también trabajamos a las seis, aunque salimos a las cinco y media de casa. Hay que llegar un poco antes y no queremos ir con la hora justa. Antes de marcharse, Mary recibe una llamada telefónica de Marleen. “¡Heeeeeeeeeyyyyyyy!” podemos incluso escuchar Ana y yo. Marleen está al otro lado del teléfono, eso está claro. Sus voces y su manera de pronunciar son inconfundibles. Gesticula muchísimo y por teléfono parece que está deleitándonos con un poema. Claro. Mary pasa tato tiempo con ella que a veces te da la sensación de que vives con Marleen, en vez de con Mary. ¿Por qué? Pues porque Mary dice algunas palabras en inglés de la misma manera que la diseñadora y la imita, tanto que a veces parece que estoy desayunando junto a Marleen. ¡Vaya tono que le ponen a las cosas! Hablan de algo de la tienda, del estado de Ana y de que se ven a las doce. Marleen se despide de la misma manera con la que ha saludado, igual de efusiva. ¡Qué alegría y vitalidad tiene esta mujer! Normal que Mary se lo pase tan bien con ella. 

Cuando Ana y yo nos quedamos solos comenzamos a escuchar música. Me acuerdo de la sintonía de una canción que me encanta pero que no recuerdo el nombre. Se la tarareo a Ana lo mejor que puedo y ella consigue cantar algo de la letra. Ponemos las únicas palabras que nos salen en el Google y conseguimos hacernos con la canción. La escuchamos dos o tres veces. Además, esa canción la tengo en mente desde que un día, paseando por el centro, la escuchamos cantar a una chica con una guitarra sentada en la acera y con un cesto para las propinas que la gente le donaba. La cantaba en inglés, cantaba muy bien. Me enamoró su voz y su forma de tocar la guitarra. Creo que Mary tenía algunas monedas sueltas y las dejó caer en su cesta. 

En estos días como los de hoy, en los que descubres alguna canción que tenías perdida en tu cabeza y en los que esas melodías te transportan a otros lugares y otras sensaciones te preguntas el por qué de tantas historias. ¿Qué habrá sido de esa chica que tocaba con la guitarra en la calle? ¿Qué le ha ocurrido hasta llegar a ese punto? Y es el momento en el que recuerdas a todo el mundo que has conocido en este viaje. Te preguntas qué serán de ellos. Qué será de la chica que nos ayudó el primer día con las líneas de autobús, de los dueños del albergue que tan bien se portaron con nosotros, del italiano que conocimos en nuestra estancia en el albergue y que después viajó a Londres. Qué será de su vida en Londres y de la vida de la chica que nos vendió las cosas de su casa, que también viajó a Londres. Qué será de las gallinas holandesas, de las Blonde in Black o de la manada de hombres desquiciados por el fútbol que una noche invadieron el albergue. Qué será de la gente de la pensión y de todos los que allí quedamos, de la chica de Madrid que conocimos un día. Qué será de tantas personas, de tantas historias. Cada uno una vida, cada vida mil historias. 

Llega la hora de marcharse al restaurante. Ana coge su bicicleta y yo la mía. ¡Nos vamos! Llegamos a la calle en la que siempre nos despedimos. Ana siempre tiene que esperar a que un semáforo se ponga en verde, ya que siempre lo pilla en rojo, y yo cruzo la esquina por el carril bici. ¡Nos vemos más tarde! Cargado de frío y de ropa llego al restaurante. ¡Cuando salimos a la calle vamos como los muñecos de la marca Michelín! Un abrigo encima de otro abrigo, que va encima de un jersey que tapa una o dos camisetas de manga larga. Eso sin olvidar el conjunto de gorro, bufanda y guantes. ¡Creo que si algún día nos caemos de la bici no vamos a sentir nada! Estamos repletos de air bags por todos lados. Vamos calentitos, pero a penas puedes moverte. No sé qué va a ser de nosotros dentro de unos días. El invierno tiene que llegar. 

Hoy los tres también trabajamos a la vez, haciendo las mismas cosas. Aún no me lo creo. Los tres limpiamos platos y cubiertos a la vez, refregamos sartenes y ollas, limpiamos bandejas enormes y todo tipo de utensilios de cocina. Además, si tenemos suerte o hambre podemos comer todo lo que nos llegue. Incluso alguna que otra vez un cocinero ha llegado con un plato que algún comensal ya no quiere o que, simplemente, han cocinado uno de más y te pregunta si tienes hambre. Te lo queda allí, al lado de las cosas que tienes que ir fregando. Ves ese plato a lo lejos, un plato que puede valer más de diez euros seguros. A lo mejor unos quince. Llega el momento en el que tienes que poner en práctica el “Manual de cómo comerte un plato de quince euros con las manos”. Pues eso, es muy sencillo. Secas tus manos mojadas en un trapo de cocina y seleccionas con los dedos todo lo que te apetece llevarte a la boca. Tiene que ser todo muy rápido, ya que puede que las cosas que tienes para limpiar se vayan acumulando. ¡Zás! Como una fiera devora a su presa terminas con el plato. ¡Qué gusto da comer de esa manera! A unos metros de ti la gente lo disfruta con tenedor y cuchillo, servilletas y una copa de vino. Tú lo disfrutas con las manos, si están secas en un milagro, sin tenedor y sin cuchillo. Te limpias con un trapo de cocina o puede que no haga falta y no tienes una copa de vino, puedes beber agua. Si te apetece claro. Y esa es la manera de la que te comes un plato de la carta en un abrir y cerrar de ojos. ¡Ahora toca limpiarlo! Enjuágalo, pásale la esponja y mételo en el lavavajillas. 

Y como todos los días, cuando todo está limpio y ordenado nos vamos a casa. Antes puedes tomarte una cerveza en la zona del bar del restaurante. Sienta muy bien una vez que has terminado. Todos los empleados nos ponemos alrededor de la barra y hablamos un poco hasta que nos terminamos nuestras bebidas. ¡Hasta mañana! Y regresas a casa, cargado de un suelo nevado y un cuerpo arropado como si del muñeco de Michelín se tratase. 



La chica morena seguía estudiando en la misma universidad de hace unos años, en la misma que cuando la conoció en aquella parada de autobús. Suponía que seguía siendo la misma, que los años no habían conseguido cambiarla. Él viajó hasta Londres, en busca de nuevas oportunidades. Lo abandonó todo en su país. Cogió las maletas y se fue. Deseaba que las cosas le fueran mejor en otra ciudad. 

Los otros dos continuaban trabajando todos los días, excepto alguno en el que se permitían un descanso. Estaban a gusto con su trabajo. El hecho de conocer gente nueva cada día era algo que siempre les había entusiasmado demasiado. Probablemente no imaginaban sus vidas sin aquel negocio. Decenas de personas diferentes pasaban las noches en sus camas, entre las paredes de aquellas habitaciones. Ellos seguían siendo felices, les gustaba hacer lo que hacían. 

Las chicas volvieron al lugar un fin de semana más, aquello lo tenían más que claro. Volverían a bailar en las mismas discotecas e intentarían beber menos cantidad de alcohol de la que bebían normalmente. No podían seguir de aquella manera. Era un buen grupo de chicas, se lo pasaban muy bien juntas. Cada noche de fiesta alguna llegaría de lado a lado por las aceras, o quizás más de uno. No les importaba, allí estaban en resto para evitar que no se cayeran en mitad de algún montón de nieve. 

La chica consiguió el dinero que tanto tiempo había estado recaudando en las frías calles. Cogió su pequeña maleta y su guitarra. El cesto del dinero lo vació en uno de los bolsillos de su chaqueta y consiguió llegar al aeropuerto más cercano, el viaje de regreso a casa cada vez estaba más próximo a hacerse realidad. Miró los vuelos, los precios y el destino. Allí estaba, el lugar al que tanto ansiaba regresar. El avión saldría en menos de treinta minutos. Corrió hacia la puerta de embarque y conseguiría el billete de regreso a casa. El bolsillo de sus monedas se vació por completo, no le importaba. Las canciones con las que había ganado ese dinero habían sido escritas para ese motivo. La chica, junto a su pequeña maleta y su guitarra, sintió cómo el avión abandonaba el suelo para comenzar a surcar entre las nubes. Y recordando los fríos momentos que había pasado en la calle, comenzó a tararear la canción que tanto le gustaba. 



Estamos bien, estamos aquí, estamos en Eindhoven.



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