Una auténtica historia en la que se relatan las aventuras que viven tres amigos cuando deciden marcharse de su país de origen y comenzar una nueva vida a dos mil kilómetros de allí. Holanda se convierte en un escenario perfecto para demostrar que nunca hay que perder la esperanza, que siempre hay que enfrentarse a la vida con la más amplia de las sonrisas y que las mejores cosas ocurren cuando menos las esperas.

lunes, 3 de diciembre de 2012

"El calor de las flautas de madera"

02 de Diciembre de 2012.

Los dos paseantes se detuvieron con sus bicicletas ante aquel grupo de música que predominaba en medio de la plaza, llamando la atención a todos los que por allí paseaban. Todos, o casi todos, los que caminaban se detenían para escuchar su música. Algunos se atrevían a regalarles algunos minutos, otros continuaban con sus pasos sin darle importancia y otros eran capaz incluso de detenerse durante horas ante la grandeza de aquellos instrumentos. El grupo estaba compuesto por tres hombres, parecían peruanos. Sus rasgos suramericanos podían diferenciarse perfectamente en sus rostros, que tocaban con delicadeza los instrumentos que tenían entre las manos. Flautas de madera, una gran arpa de madera y varios instrumentos de su tan enriquecida cultura conseguían formar una música que engatusaba a la mayoría de los paseantes. 

La flauta de madera, formada por una hilera de tubos de caña de diferentes longitudes, conseguía crear un sonido de viento que enamoraba a los oídos. Cada uno tocaba un instrumento, combinándolos a la perfección entre ellos. La música que venía del cielo, se filtraba por los altavoces y se expandía por todos los rincones de la plaza. Los dos amantes se miraron emocionados, varias lágrimas habían conseguido brotar de sus ojos. Ella las dejó correr libremente, permitiendo que su lápiz de ojo las tiñera de negro, y él no permitió que le invadieran el rostro, las secaba suavemente con ayuda de sus guantes de lana. 

La música de instrumentos de viento conseguía detener al frío, logrando que los oyentes se olvidaran de él y que solamente se detuvieran a regalar sus cinco sentidos el maravilloso sonido que emanaba de las cañas de madera. 

Los amantes en bicicleta se agarraron de la mano, entrelazando sus dedos cubiertos de lana. Los más pequeños recibían varias monedas de sus padres, las guardaban en sus manos y cuando conseguían ser valientes las soltaban delicadamente sobre el cesto que el grupo de músicos tenía ante ellos, en el suelo. Los pequeños caminaban lentamente, nerviosos e inseguros, hasta el cesto de monedas y cuando dejaban caer el dinero huían corriendo hasta sus padres, con una sonrisa de oreja a oreja. Una joven, sentada en una silla de ruedas, avanzó hasta el centro de personas que disfrutaban de los instrumentos, hizo un último esfuerzo con los brazos e, imitando a los más pequeños, dejó caer también unas monedas dentro del cesto de mimbre. Los músicos le regalaron una sonrisa, al igual que a todos los que ayudaban a que las monedas fueran cada vez un número mayor. 

La plaza cada vez recibía a más participantes, más personas que quedaban engatusados bajo el sonido de aquella música. Más personas que se emocionaban, dejando el frío a un lado y arropándose con el calor de las flautas de madera. 



Ahora Ana, Mary y yo tenemos cortadas, provocadas por cubiertos, en las yemas de los dedos y en casi todas las manos en general. Parecemos Jesucristo en la cruz. Ana parece que se ha peleado con un gato, yo tengo un arañazo de un tenedor que parece la cicatriz de Harry Potter y a Mary le duele teclear en el ordenador porque todas sus yemas han sido mordidas por los cubiertos. Esas son algunas de las consecuencias de trabajar como friega platos. No hay ningún problema. En esta ciudad las manos siempre se tapan con guantes. 

Esta mañana Ana se va a una reunión de empleados que tienen en Señora Rosa y Mary y yo nos quedamos en casa. Tenemos el día libre o, al menos, eso pensábamos. Aylim nos llama por teléfono y nos dice que el chico que limpia en el Vintage se ha puesto enfermo y que si podemos ir alguno de nosotros dos. Decidimos que va Mary, ya que yo no puedo trabajar seis días a la semana y Mary con el día de hoy trabajará cuatro, además es su restaurante y se lo conoce mejor que yo. 

Así que con el día libre ahora solamente para mí y con Ana aún en la reunión de empleados decidimos irnos a dar un paseo en bici. Mary se ducha mientras termino una de las cartas de Holanda, canta mientras el agua caliente empapa su cuerpo y al finalizar nos vamos con nuestras bicicletas. Hace frío, mucho frío. 

Anoche nos dejamos enamorar por algunos copos de nieve, que no cuajaban del todo pero que consiguieron emocionarnos. ¡Está nevando, poco pero nieve! Pero esta mañana no nieva, ni un solo copo, aunque hace mucho frío. Mary y yo llegamos hasta el centro comercial El Piazza, en la plaza conocida como el mismo nombre. En el lugar Mary exclama exaltada. ¡Un arpa! Mary me grita y nos dirigimos hacia donde hay un grupo de hombres que se disponen a tocar algún tipo de música. Tienen flautas de madera, instrumentos de viento de todo tipo y el arpa, un enorme arpa de madera. Los tres hombres comenzaron a tocar una música maravillosa. Música etnia. Nos encanta, tanto que hasta nos emocionamos. La música consigue emocionarnos tanto que alguna que otra lagrimilla nos recorre la cara. ¡A Mary se le corre el rímel y todo! Esa música me recuerda a mi madre y a un viaje que hicimos a la playa, donde unos indios también tocaban ese estilo de música. ¡Hasta una de sus canciones me suena! Es la misma que tengo en un CD en casa. Mary dice que consigue transportarla a la más pura naturaleza, que si cierra los ojos consigue estar perdida en el medio de un frondoso bosque. Yo me imagino el mundo visto desde el aire, me imagino volando sobre las ciudades y paisajes. Volar, esa música te hace volar. ¡y no podemos evitarlo y compramos su disco de música! No nos podíamos ir de ese lugar sin la música en nuestras manos. 

Hablamos con uno de los componentes del grupo, al que le compramos el CD, y nos dice que de dónde somos. Habla con nosotros en español. Incluso llegué a pensar que podrían ser los mismos indios que tocaron aquel día en aquella playa donde escuché aquella música por primera vez, pero se desvaneció la idea cuando el hombre me dijo que nunca habían estado en España. Nos da las gracias, Mary guarda el disco en su mochila de cuero y el hombre regresa con el resto del grupo, deseándonos una feliz navidad. 

Mary y yo nos vamos después de media hora escuchando aquella música, cogemos nuestras bicicletas y regresamos a casa, quedando en el lugar a la gente que se acerca y les deja propinas. Los niños caminan despacio hasta el cesto, sueltan el dinero y corren deprisa. Los más jóvenes se emocionan, los adultos se detienen ante el espectáculo y los ancianos también lo hacen. Es una música que llega a lo más profundo del corazón, que te hace volar y que te transporta hasta la más pura naturaleza. 

¡Qué frío! Dejamos de escuchar música y nos topamos con unos puestos en los que hay comida de prueba, parece una asociación o algo así. Nos detenemos con las bicicletas y una chica se acerca a nosotros. Nos explica que son una asociación que trabajan con personas discapacitadas y que realizan un montón de dulces y galletas por Navidad. Nos da a probar unas galletas y un bizcocho. Están buenísimos. Nos habla un poco más de ellos y nos pregunta de dónde somos, se interesa por nosotros. Al despedirnos de ella nos dirigimos al Albert Heijn, a uno de los pocos que casi todos los domingos está abierto. 

¡Menos mal que se está un poco mejor que en la calle! No vamos a comprar nada, simplemente queremos refugiarnos unos minutos de las bajas temperaturas. “¡Qué frío hace!” exclamo entre una de las estanterías del supermercado. “Sí, hoy hace mucho frío” me contesta una voz femenina y en español. Mary y yo nos giramos y nos encontramos con una chica con la que comenzamos a hablar. Es de A Coruña y lleva viviendo un año y dos meses en Eindhoven, nosotros dos meses. Dice que el invierno es muy frío y que cojamos buenas provisiones de comida, que la grasa ayuda a estar calentitos. ¡Qué simpática! Nos despedimos de ella y volvemos a casa. Me encanta como habla la gente gallega. 

Antes de llegar a casa miramos al cielo y un globo aerostático da un toque de color al despejado cielo. ¡Qué chulo! Un globo al que, desde el suelo, conseguimos verle la llama de fuego con el que coge impulso. Hay un momento en el que lo perdemos de vista. Imaginamos que ha aterrizado en nuestra terraza y Mary dice que así podrá prepararles un café a los que van montado en él. ¡Pero lo volvemos a ver de nuevo por el cielo! ¡Mierda! Ya no podemos prepararle un té. 

Al llegar a casa esperamos hasta que llegue Ana. Nos cuenta qué tal les ha ido la reunión, que se han hecho fotos todos los empleados y que empecemos a hacer la comida que son las cuatro y tienen que irse al restaurante. 

Comemos los tres juntos, como muy pocos días podemos hacer, y se despiden de mí. Cada una se va a su restaurante y yo disfruto de mi tarde libre. Escribo, hago un poco el vídeo de Daniela, escucho música, me tumbo en el sofá y no hago nada en general. ¡Hasta me quedo un rato dormido! Mi primera siesta en nuestra casa, porque ya tuvimos la primera siesta en el albergue. 

Mi tarde de soledad se termina con la llegada de Mary, a las diez más o menos, y es cuando comenzamos a hablar por la webcam con nuestra querida María. Las conversaciones van de un extremo a otro, como nosotros, como la vida misma. Hablamos de todo en general, de volver a vernos, de cuándo volveremos a vernos. La echamos de menos. ¡Te echamos mucho de menos! Ojalá algún día estas cartas también te tengan de protagonista, aunque ya lo eres. Pero protagonista de verdad, de los que viven en Eindhoven. Y la noche continúa, Ana llega a casa y dormimos plácidamente, cada uno en nuestros colchones. 

A la mañana siguiente el despertador sonaría a las ocho de la mañana y la nieve, esa vez sí, comenzaría a invadir los tejados de la ciudad. 



La plaza cada vez recibía a más participantes, más personas que quedaban engatusados bajo el sonido de aquella música. Más personas que se emocionaban, dejando el frío a un lado y arropándose con el calor de las flautas de madera. 

Las delicadas notas recorrían todos los rincones del lugar, todos los oídos de los habitantes, todos los sentidos y sin sentidos. Todo, sorprendentemente todo. La música. Aquella música que les transportaba a cada uno a un lugar diferente. Conseguían volar sobre las ciudades, conseguían bucear en los más profundos mares, surcaban los cielos a ras de las nubes, caían a la velocidad de la lluvia y dejaban cegarse por los poderosos rayos de sol. La música conseguía que algunos corrieran por las más profundas selvas de árboles, los más altos edificios, entre animales salvajes y no tan salvajes. Todas las malas sensaciones huían de las notas musicales, los malos pensamientos se tapaban los oídos y las mejores sonrisas salían a la luz. Se respiraba un ambiente diferente, había colores distintos. El sonido, el sorprendente sonido que conseguía erizar todos los vellos del cuerpo. El sonido, que emanaba del viento y conseguía que todos en el lugar quedaran arropados por el calor de las flautas de madera. 



Estamos bien, estamos aquí, estamos en Eindhoven.

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