Una auténtica historia en la que se relatan las aventuras que viven tres amigos cuando deciden marcharse de su país de origen y comenzar una nueva vida a dos mil kilómetros de allí. Holanda se convierte en un escenario perfecto para demostrar que nunca hay que perder la esperanza, que siempre hay que enfrentarse a la vida con la más amplia de las sonrisas y que las mejores cosas ocurren cuando menos las esperas.

viernes, 14 de diciembre de 2012

"Doce veces doce"

12 de Diciembre de 2012.

Doce veces fueron las veces que le llamó antes de que su vehículo comenzara a coger velocidad por las calles de la ciudad. Doce veces en las que el buzón de voz le contestó desde el otro lado del teléfono y doce llamadas perdidas fueron las que quedaron registradas en el móvil de aquel conductor enfurecido. 

Doce veces no parecen muchas veces, pero puede convertirse en un número importante. Es el número de veces que se besaron en sus tres primeras citas, el número de pétalos que contenía la rosa con la que consiguió conquistarla la primera noche y el número de miradas que se entrecruzaron mientras cenaban. Doce veces en las que ella miró los botones de su camisa, en las que él observó entrecortado el escote que ella lucía aquella noche. Doce veces en las que no supieron qué decirse y doce veces en las que las palabras y las anécdotas brotaban de la nada. 

Doce meses después, la disputa les llevó a separarse. El cogió las llaves de su coche y ella no pudo contener sus lágrimas. Se tumbó en la cama, arropándose con todo lo que alcanzó con la mano, no queriendo saber nada de él. Eran las doce del medio día cuando escuchó cómo su compañero aceleraba el coche en el garaje, abandonándolo para adentrarse en las calles de la ciudad. No sabrían nada el uno del otro hasta las doce de la noche. Doce minutos más tarde ella se levantó de la cama y fue en busca de su teléfono móvil. 

Todo ocurrió aquel mismo día. El día doce del mes doce del año doce. 



Ahora podemos escuchar una música que nos guste a los tres, aunque ya la había antes lo que pasa es que no nos ponemos de acuerdo. Ahora tenemos la banda sonora del bar al que tanto nos gusta ir. ¡Tenemos la banda sonora del Dr. Ink! Y la tenemos gracias al supuesto mechero que Mary se encontró en el bar el sábado. Al día siguiente recordó que había encontrado algo en el suelo la noche anterior, quitó la capucha que ocultaba que era un pen drive y no un mechero y lo conectó al ordenador intentando descubrir que había guardado en su interior. ¡Música! Miles de carpetas con canciones que hemos escuchado en el bar en el que tanto bailamos y reímos. ¡Qué bien! Aquella misma noche dijimos que queríamos la música que sonaba y, como por arte de magia y gracias a los hilos del destino, Mary se encuentra con ella tirada en un pen en el suelo del local. ¡Está claro que estaba escrito que algún día la conseguiríamos! Pues ala, ya tenemos música y un pen de 16 GB de memoria. 

Hoy es el cumpleaños de Aylim, aunque nosotros ya lo celebramos anoche, y esta mañana nos hemos despertado tarde, ya que anoche nos dieron las tres en el salón de casa. La mañana no ha dado para mucho, la verdad. Mary se ha ido a la tienda a las doce y Ana y yo nos hemos quedado en casa, sin hacer nada fuera de lo normal. Ella continúa con su puzle, que parece que no va a terminarse nunca, y yo sigo con mis cartas, que me gusta que no se terminen nunca. El puzle sigue invadiendo media parte de la mesa y la parte que le toca terminar es la del cielo del paisaje. Un montón de piezas azuladas desordenadas están esperando a ser encajadas. ¡Es lo más difícil del paisaje! No sabemos si Ana conseguirá hacer el cielo. ¿Cómo vas con el cielo? A tres metros sobre él. 

Los planes de hoy son los siguientes: antes de irnos a trabajar tenemos que ir a casa de Aylim a por la bici que en su día se llevó Gianlu de nuestra terraza, la que nos trajimos a casa de la puerta de Andrea, pues a Ana le quitaron la suya y necesita una. Después nos iremos a trabajar todos juntos desde nuestra casa. La bici que teníamos en la terraza era de barra alta así que supongo que me quedaré yo con ella y le cederé la mía a Ana hasta que se compre una de nuevo. ¡Ala! Pues a casa de Aylim. 

Ana se monta en el porta paquetes de mi bici y comienzo a pedalear hasta la casa que se está convirtiendo en nuestra segunda casa. Cuando pasamos por la puerta del Albert Heij recordamos que Ana el otro día tuvo un pequeño accidente con una señora que salía de hacer la compra. Ana iba con la bici hasta casa de Aylim cuando, sin comerlo ni beberlo, en un abrir y cerrar de ojos, en un mini parpadeo, una señora cargada de bolsas de la compra salió disparada del Albert Heijn y se estrelló contra el manillar de la bici que conducía Ana. La señora cayó al suelo de espaldas, las bolsas la rodearon en el suelo y Ana corrió en su ayuda. La mujer se disculpó varias veces, Ana también. Todo quedó en un susto. ¡Señora! la próxima vez que salga de hacer la compra mire hacia los lados. ¿Sus padres no le enseñaron que hay que mirar a la izquierda y a la derecha antes de cruzar? Ana cogió su bici y continuó pedaleando, con un susto en el cuerpo. 

Aylim nos recibe en la puerta y comprobamos que tiene el servicio lleno de fontaneros, la casa hecha un desastre y las cosas con las patas arriba. ¡Madre mía Aylim! Es el día de tu cumpleaños y sigues con los fontaneros por medio. Nos lleva hasta la terraza, la felicitamos por segunda vez y cogemos la bicicleta que antes dormía en nuestra terraza. Ana la prueba y casi es violada con el sillín. ¡Déjala! Así que me quedo yo con ella y Ana se queda con la mía. 

Aylim nos dice que se viene a comer a casa, que no quiere comer sola el día de su cumpleaños y que Gianlu está trabajando. Así que nos vamos a casa Ana y yo y la esperamos allí. Ella traerá unas alubias para comer, ya que le sobraron del otro día. Nosotros nos haremos unos macarrones con tomate. 

Aylim llega y llega con Gianlu, ha tenido que volver del trabajo porque los camareros del restaurante en el que trabaja están enfermos y necesitan que se ponga a servir mesas. ¡Gianlu tiene que afeitarse y Aylim le plancha una camisa para que sirva las mesas en buenas condiciones! Pobre Gianlu, hace a todo. De cocinero a camarero por un día. Cuando Gianlu regresa a su trabajo encamisado nosotros nos sentamos a la mesa. ¡A comer! 

Nos ponemos los platos de macarrones con tomate y Aylim el de alubias marrones. Tienen un color muy raro, nunca las había visto con ese color. Se las come triste, muy triste. Es el primer cumpleaños lejos de su familia y de su casa y está un poco decaída. Intentamos que se lo pase lo mejor que pueda, aunque la depresión de caballo no se la quita nadie. Ana nos abandona casi que en plena comida, son las cuatro y media y la han llamado para decirle que por favor empiece hoy a trabajar a las cinoc. ¡Corre vete y no llegues tarde! 

Después de saborear sus alubias marrones Aylim se tumba en el sofá, se echa mi manta de cuadros por encima y nos dice que solamente le apetece pasar el día tumbada, arropada con la manta y llorar, solo llorar. ¡Aylim no! Vamos, vamos. Cada cumpleaños es diferente y este ha tocado vivirlo de esta manera. Como no se anima intento animarla de otra manera: riéndonos de su estado apenado. Así que le enseño una canción que un día una amiga me enseñó en el instituto. Poniendo cara de pena y un tono melancólico comienzo a cantarle lo siguiente: “Nadie me quiere, todos me odian. ¡Mejor! Me como un gusanito. Le quito la cabeza, me como lo de dentro. ¡Uhm! Qué rico el gusanito” Aylim me mira con cara rara, la memoriza y después la canta ella, tumbada en el sillón con la manta de cuadros por encima. ¡Qué tristeza! Pero nos reímos. 

Me ducho mientras que ella se duerme una mini siesta y a las cinco la despierto para que se duche antes de que nos vayamos a trabajar. ¡No soporto despertar a la gente! No sé cómo decirles que tienen que despertarse o que ya es la hora de dejar de dormir. ¿Qué hago? A Mary cada mañana ya no le digo nada, simplemente me levanto, me pongo al lado de la puerta de la habitación y con uno de mis pies le doy pataditas en sus piernas hasta que noto que el montón que hay bajo el nórdico comienza a moverse. A Aylim no puedo darle patadas así que me detengo ante ella y susurro varias veces su nombre. Abre los ojos y supongo que casi chilla aterrada del susto, entre mi cara recién duchada y la oscuridad que ya se crea en el salón hubiera sido normal. Pero no, Aylim no chilla y tiene buen despertar. 

Cuando estamos duchados y vestidos cogemos cada uno nuestras bicicletas, ella la suya de toda la vida y yo la nueva de la terraza, ya que Ana se ha llevado la que yo tenía, y nos vamos camino al restaurante. La nueva bici no está mal, tiene la barra alta aunque a mí no me molesta y se le mueve un poco el sillín, pero es algo a lo que me podré acostumbrar de momento. Lo malo es que parece que hay roto uno de los piñones de la rueda y la cadena, cuando pedaleas muy fuerte y con fuerza, hace unos ruidos un poco raros. ¡Mientras que me transporte me basta! 

Aylim y yo nos pasamos por la tienda de Marleen, ya que Mary nos ha dicho que hoy está sola y que así podemos enseñarle la tienda a Aylim más detenidamente. Así que aparcamos la bici en la puerta de la tienda y saludamos a nuestra diseñadora particular. Los tres inspeccionamos las cosas de diseño antes de irnos cada uno a nuestro restaurante. Mary y yo ya nos conocemos las cosas de memoria pero Aylim es la primera vez que las ve. Después de quedarse sorprendida con los precios y con algunos de los diseños nos despedimos de Mary hasta la noche y volvemos a montarnos en nuestras bicis. 

Recorremos la calle que recorre Mary todos los días. Es la misma calle en la que un día un señor escupió en el suelo como si nada y Mary, que iba en la bici y lo vio todo, exclamó en voz alta, y sin pensárselo dos veces, “¡Qué asco!”. Así sin más, en español y todo. Delante de la cara del señor que acababa de escupir. Mary dice que da gusto poder decir esas cosas delante de la gente y que no entienda. “¡Qué asco!” es lo que se dice al ver cosas de esas. Después, sigues pedaleando como si nada. 

El día transcurre sin más, aunque con bizcocho. ¡Sí! Aylim trae de casa un bizcocho de chocolate como el que preparó el otro día y lo corta en pedacitos para que los empleados celebremos su cumpleaños mientras trabajamos. ¡Hasta le cantan el cumpleaños feliz en holandés! Es horrible escucharlo en ese idioma y con esa entonación, no es como nuestro ritmo. Parece que están cantando un himno mientras juran a una bandera. Que feo es que te canten en Holanda el Happy Birthday. 

La tarde de trabajo comienza como cualquier otra tarde más y continúa de la misma manera. Ana friega platos en su puesto de trabajo, Mary friega platos en su zona del restaurante, Aylim aprende a cocinar entre los cocineros del restaurante y yo continúo fregándole los platos y los utensilios de cocina. 

Por cierto: el fin del mundo está próximo. El Papa tiene una cuenta oficial de Twitter. Sí, sí, Benedicto XVI tiene Twitter. Nos va a anunciar que el fin del mundo ha llegado en 140 caracteres. Yo no digo nada. 



A unos doce kilómetros de casa se detuvo. Aparcó el coche en una de las calles más cercanas, guardó las llaves en uno de los bolsillos de su chaqueta y entró en el primer bar que se encontró. Extrajo su teléfono móvil y descubrió las doce llamadas perdidas de su novia. No quiso contestar en aquel momento, quizás más adelante, quizás dentro de doce minutos. Pidió una cerveza al camarero y se sentó al lado de la ventana. Allí se quedó, viendo la vida pasar. Su teléfono continuaba vibrando, seguía siendo ella, preocupada. 

El día continuó lejos de casa. Él pidió una cerveza tras otra, la vida seguía viéndose igual de bien a través de aquella ventana. Ella continuaba insistiendo desde el otro lado del teléfono. No le molestaba que el móvil vibrara en el bolsillo de su pantalón, no le daba la menor importancia. 

La noche cubrió el cielo de la ciudad, obligando a que las farolas encendieran sus luces e invitando a que los ventanales quedaran iluminados desde el interior de los hogares. Era una noche tranquila, una noche sin más. 

Ella estaba dormida sobre el frío colchón. Las mantas descolocadas descansaban en el suelo, junto a la cama. El teléfono acompañaba a las cosas que había en la mesita de noche y el reloj del salón comenzó a informar que la media noche había llegado. Doce imitaciones de campanadas surgieron desde el salón, colándose por el hueco que quedaba entre la puerta y la pared, pues había quedado entre abierta la última vez que ella la había tocado. Doce minutos más tarde su teléfono móvil, que aún seguía sobre la mesilla, comenzó a cantar la melodía que conseguiría desertarla de su profundo sueño. Estaba esperando una llamada, pero recibió la que no deseaba, la que no esperaba. 

Doce veces fueron las veces que preguntó qué es lo que había ocurrido, doce veces en las que dijo su nombre al viento y doce veces las que pensó en que jamás tuvo que haberle permitido haber salido de casa mientras estaban enfadados. Doce veces. No son muchas veces, pero a veces se convierte en un número importante. 

Todo ocurrió aquel mismo día. El día doce del mes doce del año doce. Pasaban ya doce minutos de las doce de la noche. 



Estamos bien, estamos aquí, estamos en Eindhoven.

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