Una auténtica historia en la que se relatan las aventuras que viven tres amigos cuando deciden marcharse de su país de origen y comenzar una nueva vida a dos mil kilómetros de allí. Holanda se convierte en un escenario perfecto para demostrar que nunca hay que perder la esperanza, que siempre hay que enfrentarse a la vida con la más amplia de las sonrisas y que las mejores cosas ocurren cuando menos las esperas.

viernes, 12 de octubre de 2012

“The changes are for us”

12 de Octubre de 2012.

A las ocho de la mañana suena el despertador y me levanto de la cama. A las nueve y media tenemos la cita con uno de los pisos con los que hemos contactado, con el que llevé a ver ayer a Mary. Otra preocupación, a parte de la de los pisos, es que esta noche no tenemos donde dormir y a las once de la mañana tenemos que abandonar nuestro querido albergue, con nuestras queridas maletas de veinte y diez kilos y, por si fuera poco, con la bicicleta de Marleen. Dejemos eso en segundo plano y continuemos con la cita al piso. Mientras Ana continúa durmiendo, Mary y yo nos vamos en bicicleta hasta nuestra quedada con la chica de la inmobiliaria.

Nueve y media y ya estamos en la puerta del apartamento. Mary se encuentra el chupete de un bebé en el que puede leerse "I am a boy" y se lo queda de recuerdo. Es una casa en la que viven varias personas en la planta de abajo, otros en la de en medio y otros en la parte de arriba. Nosotros viviríamos en la del medio. Y digo viviríamos y no viviremos porque el apartamento resulta que no incluye ningún mueble de los que tiene ahora y nos sale caro. Necesitamos una casa para ahora y la mejor oferta que tenemos hasta el momento es la casa que parece una caja de cerillas, la de la chica de color del pijama feo, y encima es para el día uno de noviembre. Mary y yo nos desilusionamos y volvemos al albergue. ¿Qué pasa con los pisos en Holanda? Con lo fácil que es vivir de okupa.

La cuestión de dónde dormiremos esta noche se resuelve como por arte de magia. ¡Abrimos el correo de Mary y tenemos una respuesta de una pensión! Pues eso, que nos toca mudanza. La pensión está a una media hora andando desde el albergue actual. Parece ser que las mudanzas están hechas para nosotros. Sí, ¿qué pasa? Nos gusta pasearnos por media ciudad con tres maletas de veinte kilos, otras tres de diez kilos y una bici añadida. ¡Ojú la que nos espera! 

Es hora de prensar todas nuestras pertenencias, las pocas que hemos vaciado de las maletas, y abandonar el albergue que nos ha dado cobijo durante todos estos días. ¿Volveremos algún día? Bajamos todas las maletas por las escaleras de madera hasta la sala de estar y pedimos, de la mejor forma que podemos, un poco de cinta adhesiva al dueño del albergue. ¿Para qué? Pues para “arreatar”, hablando mal y pronto, una de las maletas de diez kilos al porta-paquetes de la bici de Marleen. Una vez todo preparado para nuestra aventura nos despedimos del albergue y del dueño, el de la gorra. ¡Nos dice que cuando estemos instalados definitivamente y trabajando o estudiando que nos pasemos algún día por allí para que nos invite a más Licor 43! Te tomamos la palabra amigo. 

Los adoquines y las baldosas de las aceras de Eindhoven sienten el rugir de nuestras pesadas maletas, el tacto de nuestras suelas cansadas y el contoneo de las ruedas de la bici. ¿Qué pensarían los holandeses al vernos? ¿Qué pensarían al ver una maleta atada con cinta adhesiva a una bici? Os prometo que solamente nos hacía falta una cabra y un organillo para parecer un circo ambulante. Si tuviéramos un marco formaríamos un buen cuadro. 

Mientras continuamos con la ruta hacia la pensión nos preocupa otro añadido más; pues Mary tiene que estar a las doce en punto en la tienda para abrirla, ya que Marleen se va de boda y la deja a ella sola. El tiempo juega en nuestra contra. ¡Y por fin ya estamos en la calle de la pensión! Vemos la fachada, nos detenemos ante ella y nos alegramos por haber llegado sin ningún impedimento. Mary monta en la bici y se va a la tienda. Ana y yo nos quedamos con todo el equipaje, llamamos al timbre pero no abre nadie. Esperamos hasta que sale un chico y corremos para que no se cierre la puerta. Entro en la pensión y me arrepiento de haber caminado tanto para encontrarme con eso. 

Un pasillo estrecho, sin recibidor, ni sala de estar, ni bancos de madera, y una mini cocina al fondo con dos hombres sentados a la mesa. Les explico, lo mejor que puedo en inglés, que tenemos una reserva para tres personas. Ellos se ponen a hablar entre ellos en holandés, no les entiendo y me da mal rollo. El más mayor de los dos parece de fiar pero el otro, que es más joven, no me cae muy en gracia. Me dicen que puedo entrar en la pensión a partir de las cinco y media de la tarde, que podemos quedar nuestro equipaje allí. Y aunque no me fío mucho dejamos nuestras maletas en el interior de la pensión, y, como es mejor prevenir que curar, nos llevamos con nosotros las maletas de diez kilos donde llevamos los portátiles y las cosas que más nos dolerían que nos robaran. ¡Qué mal pensados somos! 

Ana y yo nos vamos de la pensión de mala muerte, dejamos nuestras ropas dentro, nos llevamos los portátiles y nos vamos a la tienda de Marleen, donde Mary está sola. ¡Hello Mary! Invadimos la tienda, Marleen ha dado permiso a Mary para que estemos allí con ella, y buscamos piso también desde allí. 

Llega la hora de comer y Ana y yo nos vamos al Jumbo en bicicleta, se monta en el porta-paquetes y empiezo a pedalear, cada vez más acostumbrado a hacerlo. Respeto semáforos, intento circular por mi carril e intento avisar con mis brazos, en modo sustitución de intermitentes, hacia dónde voy a continuar. 

Y en la puerta del Jumbo, tras subir un escalón con la bicicleta y que las ruedas se descontrolen, muevo rápidamente el manillar, de un lado a otro, para no estrellarme contra un muchacho que guardaba la comida en su bolsa del supermercado. Librados de un accidente nos disponemos a aparcar la bici cuando escuchamos una voz que proviene de nuestras espaldas. “Chiquillo que te vas a shocá”. ¿Que qué? Giro la bici y Ana se tira de ella al escuchar aquella voz tan española. El chico al que casi nos llevamos por delante se dirige a nosotros. Nos presentamos con una sonrisa de oreja a oreja y le hacemos partícipe de nuestra emoción al habernos encontrado con él. Es de Málaga, está estudiando aquí desde agosto, vive en un piso con un hindú y un brasileño, tiene una bici que ha comprado legalmente por cincuenta euros y a Ana y a mí nos hace mucha gracia su manera de hablar. Parece que estamos continuamente viendo un monólogo de “El Club de la Comedia”. Nos habla de todo, se queda sorprendido al saber que conocemos tantos bares españoles, se detiene para decir “Illo pazo gapo que acabo de eshá” refiriéndose a un poco de saliva que ha salido disparada de su boca, se pone muy contento al saber que somos extremeños y nos dice que desde que pisó Eindhoven no se sabe el nombre de ninguna calle, pues “Pá mí son todas iguales, todas con esas jota jet jot jota”. Señala su bufanda al hablar del frío que hace por estos países del norte y nos deleita con la siguiente frase: “Yo con esta bufanda por aquí voy como un señorito. ¡No ves que yo en Málaga visto tóh cani!”. En serio, es buenísimo disfrutar de alguien así por aquí. Pasan un montón de rubias holandesas a nuestro lado y parece que se despista con ellas. “¿Qué decías? Es que yo veo a tanta rubia y me despisto. Si es que yo soy monotarea” nos dice. Ana y yo no podemos parar de reír. Hablamos de la sanidad y nos advierte que evitemos por todos modos caer enfermos porque él estuvo malo con el estómago dos semanas y todo eran problemas. Vas a una farmacia y para que te den medicamentos tienes que registrarte en un médico de cabecera, si te atienden la primera vez es gratuito y a la segunda te cobran. “Cuando me dijeron que la segunda vez te cobran 20 euros… ¡Si fuera vampiro me hubiera muerto del estacazo!” nos dice. Éste tío es un show. Así que nos damos nuestros facebooks y estaremos en contacto. 

Ana y yo llegamos a la tienda de Marleen, en la que solo está Mary, con una ensaladilla de un euro bajo el brazo y una sonrisa de oreja a oreja en la cara. Encontrar a alguien así te alegra el día completamente. Comemos, buscamos piso, Mary ordena un poco la tienda, yo tengo miedo por la pensión de mala muerte que nos espera, tenemos miedo por nuestra ropa, vemos los artículos de diseño que hay en la tienda, comemos un bizcocho de canela que Marleen tenía por ahí perdido, nos quedamos flipados con los precios de las cosas de diseño, Ana y yo echamos de menos a Javi, la cita que teníamos a las 5 y media con otro piso nos dicen que se anula porque ya se ha alquilado, yo escribo los precios de unas velas de diseño en sus etiquetas y hacemos un poco de todo hasta las seis de la tarde, hasta que Ana y yo nos vamos a la pensión de mala muerte rezando por encontrar algo que no sea tan desagradable como lo de esta mediodía. 

Y llegamos, y nos atiende un chico diferente a los dos de esta mañana, nos da las llaves de la habitación y nos guía hasta ella. Nuestras maletas están perfectamente, tal y como las dejamos. Si es que somos muy desconfiados. Ya lo decía yo: tengo que aprender a pensar más en holandés. La pensión se divide en tres casas grandes llenas de habitaciones. Nuestra habitación está en una casa de al lado de donde nos han recibido. ¡Tenemos baño privado en nuestra habitación, los nórdicos son más bonitos que los del albergue, tenemos escaleras que nos llevan a una cocina que podemos utilizar y a una terraza! Tenemos tele y nevera en la habitación. La pensión de mala muerte se ha convertido en la pensión de casi cinco estrellas, porque no tiene papelera y uno de los cuadros del servicio lo mantienen recto gracias a una punta lateral en la pared, que evita que el cuadro se gire hacia un lado. Pequeños detalles. 

Y aquí estamos, tumbados en las camas de una pensión que creíamos de mala muerte, suspirando tranquilos porque tenemos un sitio donde dormir. Aunque echaremos de menos a nuestras literas, nuestros nidos de nórdicos y a nuestra comilona moqueta. Mary y yo también suspiraremos tranquilos por otro motivo, ya que hoy Ana no va a trabajar y no nos despertará a las cuatro de la mañana encendiendo la luz de la habitación e invitando a la pinche del restaurante a conocernos. Sí, ayer se presentó con una chica que trabaja en la cocina del restaurante. Aparecieron a las cuatro de la mañana, nos despertaron y dijeron que venían de fiesta. No, si ya lo vemos. Tuvimos que aguantar despiertos durante una larga conversación, con caras de "Dios de Holanda regala más horas de sueño" y, por favor, contadnos todo esto cuando no tengamos las marcas de la almohada dibujadas en nuestras caras. Y sí, vienen de fiesta. Los vasos en la mano y el olor a alcohol holandés eran evidentes.

Hoy dormiremos tranquilos, sin sueños interrumpidos. Eso esperamos, porque parece que los de la habitación de arriba pisan tan fuerte que el techo se va a venir abajo y vamos a amanecer todos juntos compartiendo cama. Cama y techo en ruinas. 


La vida está llena de vidas. Las vidas están llenas de vida. Las vidas que se forman de sentimientos, emociones y sensaciones. Las vidas están llenas de encuentros y desencuentros, de despedidas, de alegrías y penas, de llantos y de carcajadas, de descubrimientos y de cosas que jamás podrán ser descubiertas, de nuevas oportunidades, de esperanzas, sueños y metas, de cosas bonitas y no tan bonitas. Las vidas están llenas de momentos para el recuerdo y de recuerdos que jamás volverán a ser momentos. La vida está llena de casualidades, aunque prefiero pensar que las casualidades no existen. La vida es un vaivén constante de nuevas experiencias. La vida es el mayor regalo, la mayor de esas experiencias. 

La vida está llena de vidas. Las vidas están llenas de vida. 

Porque la vida es el mejor momento para vivir la vida. 


Estamos bien, estamos aquí, estamos en Eindhoven.

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