Una auténtica historia en la que se relatan las aventuras que viven tres amigos cuando deciden marcharse de su país de origen y comenzar una nueva vida a dos mil kilómetros de allí. Holanda se convierte en un escenario perfecto para demostrar que nunca hay que perder la esperanza, que siempre hay que enfrentarse a la vida con la más amplia de las sonrisas y que las mejores cosas ocurren cuando menos las esperas.

miércoles, 3 de octubre de 2012

"Los días grises. Los días preciosos"

03 de Octubre de 2012.

La lluvia ya empapaba los cristales de las casas a esas horas de la mañana, los adoquines de la acera cambiaron su color por uno más oscuro debido a la humedad, las hojas secas de los árboles quedaban plegadas en el asfalto y los neumáticos de las bicicletas, que dormían bajo la fría noche, desprendían un olor intenso a goma mojada. El chico puso su gorra sobre la cabeza, miró a través de la ventana y guardó un impermeable en uno de los bolsillos de la sudadera. Miró su bicicleta, encadenada en una farola frente a su casa, y decidió quedarla donde estaba. Le apetecía ir andando a su destino y así lo hizo. 

Le gustaba sentir las escasas gotas de lluvia que descansaban en la solapa de la gorra, pisar los húmedos adoquines y respirar el intenso olor de hierba mojada. Vivía cerca del trabajo, a unos minutos andando. Cruzó la esquina y extrajo las llaves con las que abriría la puerta principal. Entró en la sala, no había nadie en ella. Tras él escuchó unos leves y entrañables sonidos que se provocaban gracias al choque de las pezuñas de su mascota contra la moqueta de madera. Allí estaba ella, la perra que dormía todas las noches junto a una estufa resguardando la sala de estar. Le gustaba su trabajo. 

El chico llenó el bebedero de agua, vertió varios copos de pienso en el comedero, saludó a la tortuga y a los peces que vivían en la pecera, encendió la televisión, varias luces de la sala y alguna que otra estufa. Se detuvo un momento, junto a su perra y en medio de la sala. Miró a su alrededor, miró todo lo que le rodeaba. Sí, estaba claro: le gustaba su trabajo. 

Unos minutos más tarde los clientes, que ahora dormían en las habitaciones del lugar, comenzarían a invadir la sala de estar, los asientos de madera, pasillos y servicios. Le darían los buenos días, cada uno en su idioma materno, y le pedirían un café, consejos sobre algún sitio al que visitar de la ciudad o, simplemente, se quedarían en la sala ojeando alguna revista o buscando, desesperadamente, un lugar donde poder vivir en esa preciosa ciudad. Esta ciudad que consigue que, aunque los días sean grises, los días sigan siendo preciosos.


Mary ha salido al pasillo, recién levantada de la cama, y se ha frotado los ojos para confirmar que lo que estaba viendo no era un espejismo. Al final del pasillo un halo de luz enfocaba una caja de cartón de una pizza que reposaba junto a la papelera. El halo provenía del cielo, una música celestial ha comenzado a sonar en su cabeza, maravillosa, y ha comenzado a caminar hacia el cartón, despacio. Rezaba, mientras caminaba a cámara lenta acompañada por la música de ángeles, para que en su interior hubiera algún trozo de pizza. Mary ha abierto el cartón. 

-¡Eh, eh, eh! Tíos ¿sabéis qué?.- entra Mary, casi llorando de la emoción, en el dormitorio. Ana y yo nos miramos y ya creemos que ha hecho alguna de las suyas. -¡Hay una caja de una pizza en la papelera y hay unos trozos dentro! 

-¡Cógela Mary! ¡Cógela!.- le digo sin pensarlo dos veces. 

Unos segundos más tarde la caja de pizza estaba, ahora sí, completamente vacía en medio de nuestra habitación. ¡Qué buen desayuno! No nos juzguéis. Estamos en plan ahorro, ¿vale? 

La mañana ha sido estresante, pues no encontramos nada donde poder dormir mañana y el albergue está completo. Hay partido y todo el mundo viene a verlo en vivo y en directo. ¡Qué desesperación! 

A las doce y media Mary se va a la tienda de Marleen. Hoy se va feliz y con ganas de estar allí. Menos mal que se siente a gusto con ella y las cosas que está haciendo le gustan y entusiasman. Estamos deseando volver a verla para que nos cuente qué ha hecho hoy. Ana y yo le decimos que vamos a ir al Jumbo a comprar algo de comida y que a las siete la vamos a recoger a la tienda. 

Comemos una ensaladilla de un euro, de las de siempre. Están muy buenas. No nos la comemos entera porque viene un kilo y para los dos es demasiado. Guardamos un poco para Mary. ¡Esperemos que no se estropeé! Para evitarlo pegamos el envase a la pared de la habitación que da a la calle. ¡Las paredes parecen estar heladas aquí! 

Después de comer nos vamos en busca de otro bar español: “Mi Gitana” y “La española”. Dos bares que forman parte de la misma cadena. Vamos esperanzados, a ver si nos dan buenas noticias. El día está gris. Nos llevamos un paraguas por si acaso. Ana escribe en un papel el callejero que tenemos que seguir y nos esperan varios kilómetros de caminata. ¡Andamos un montón! ¡Estamos haciendo piernas! ¡Ole gemelos que tenemos! 

Por cierto. ¡Ver al italiano del albergue enseñando la pronunciación del abecedario en inglés a Ana no tiene precio! Ei, bi, shi, di, i, eff, yi… y así hasta el final. Y para los que os imagináis la escena con un italiano guapo… ¡que se os vayan quitando los pájaros de la cabeza! 

Ana y yo caminamos, bajo la lluvia, bajo un paraguas de dos euros de los chinos de España (porque aquí parece que no hay chinos; de raza sí, de tienda no) y bajo un cielo más gris que nunca desde nuestra llegada. Ha comenzado a llover y no ha parado en toda la tarde. ¡Qué diluvio! Cinco minutos más y, os juro, que aparece Noé con el arca. La gente en bicicleta con los pelos mojados, las ropas caladas, los paraguas abundan y los chubasqueros también. Y Ana y yo bajo ese paraguas diminuto. Gracias a su tamaño hemos llegado al bar español más mojados que después de una ducha. ¿Quién nos va a dar trabajo con estas pintas? Pues de momento en ese bar no. Nos ha atendido una chica que dice que ahora mismo no necesitan a nadie pero, de todos modos, le hemos dejado nuestros currículum. Nos ha dicho que vayamos a un bar llamado “Costa del Sol”. ¡Qué bien! Ese bar no lo conocíamos. ¡Ale! ¡Ya tenemos otra caminata para mañana! Olé, olé. ¡Que vivan los gemelos duros! 

Mary está feliz, sigue fabricando las fundas con sacos de esparto para las sillas. Nos recibe en la tienda con una sonrisa de oreja a oreja. Nosotros nos presentamos empapados. Marleen nos mira y se ríe. ¡Qué maja! Se preocupa mucho por nosotros. Es una buena chica. Felicita a Mary por su trabajo, ya sabe algunas palabras más en español, tiene una amiga super estrambótica, un perro labrador y tiene novio. Tiene novio Marleen, no el perro. Mary está feliz y eso es lo que importa. 

Una vez en el albergue nos ponemos al día de nuestras cosas. Echamos de menos a Mary. Ahora Ana y yo pasamos más tiempo juntos y se nota su ausencia. ¡Todo se recupera cuando nos juntamos de nuevo los tres! En la sala de estar hemos conocido a un nuevo inquilino. Es un chico alto y rubio. Nosotros nos hemos permitido media hora para jugar al chinchón. Ha sido entonces cuando el chico se ha acercado y nos ha preguntado que a qué jugamos. Todo en inglés. Le hemos explicado el juego lo mejor que hemos podido, que somos españoles buscando trabajo, que somos de Extremadura y nos ha dicho que mañana él viaja a Barcelona. Su novia es de allí. “¡Ala! Qué guay…” hemos dicho los tres a la vez. 

Nuestra partida ha continuado. Ha continuado bajo la cúpula de cristal del albergue, bajo el cielo gris que deja escapar las gotas de lluvia, las gotas que se chocan contra el cristal formando, a su antojo, dibujos sin sentido y creando un casi inapreciable ruido que acompaña de forma mágica a nuestras risas. Esas risas por las que expulsamos todos nuestros miedos y nervios. Esas risas que nos alimentan de energía y que nos dan la vida, la fuerza y las ganas de seguir luchando. 

La lluvia no cesa. En serio: ¿dónde está Noé?


Eran las once y media de la mañana cuando el hombre de la gorra se acercó a dos chicas gemelas que, cabizbajas, estaban sentadas en uno de los bancos de madera de la sala de estar. El albergue seguía siendo un lugar tranquilo, excepto los fines de semana. El chico se acercó a ellas. 

-Tomorrow you can sleep here, too. -dijo en un ingles bastante fluido. -But you have to change rooms.-continuó. Las chicas pusieron cara de confusión e intentaron comprender sus palabras. “Tomorrow” es “Mañana”. “You can sleep here” es “Podéis dormir aquí”. Mañana podéis dormir aquí. ¡Mañana podéis dormir aquí! ¡Tomorrow we can sleep here! 

Las chicas comprendieron el mensaje y sus sonrisas invadieron sus rostros. La tristeza y la desesperación que tenían segundos antes por no saber dónde dormir la noche siguiente se había evaporado en un abrir y cerrar de ojos. Tendrían que cambiar de habitación pero ¡qué más daba! Lo importante es que la siguiente noche, junto con su amigo que estaba en la ducha, tendrían un sitio donde poder dormir. 

El chico de la gorra sonrió, se sintió bien, muy bien. Había hecho feliz a un grupo de amigos españoles desesperados. Se detuvo, en mitad de la sala, junto a su perra fiel y miró a su alrededor. Cerró los ojos y sintió el intenso olor de la madera, de la lluvia sobre los adoquines, de las hojas secas y de las bicicletas cruzando las frías calles. Sintió hasta el olor de las sonrisas que había provocado en aquellas gemelas y sonrió de nuevo. Sí, estaba claro: le gustaba su trabajo. 

Y allí quedó el chico de la gorra, en mitad de una sala de estar perdida. Perdida en esta ciudad que consigue que, aunque los días sean grises, los días sigan siendo preciosos.


Estamos bien, estamos aquí, estamos en Eindhoven.

No hay comentarios:

Publicar un comentario