Una auténtica historia en la que se relatan las aventuras que viven tres amigos cuando deciden marcharse de su país de origen y comenzar una nueva vida a dos mil kilómetros de allí. Holanda se convierte en un escenario perfecto para demostrar que nunca hay que perder la esperanza, que siempre hay que enfrentarse a la vida con la más amplia de las sonrisas y que las mejores cosas ocurren cuando menos las esperas.

viernes, 5 de octubre de 2012

"Lo que nos dijimos al montar en bicicleta"


05 de Octubre de 2012.

Su padre le agarró por los hombros, le transmitió serenidad y le dijo que pusiera los pies en el suelo. El pequeño hizo caso a su padre y detenido sobre el sillín de la pequeña bicicleta soltó las nerviosas manos del manillar y secó el sudor sobre sus pantalones. Estaba nervioso, jamás había montado en bicicleta. El padre, aún con las manos sobre los hombros del pequeño, sonrió y supo lo que tenía que decirle: 


-Pon un pie en cada pedal, con cuidado. Cuando estés tranquilo y con las manos bien fijas en el manillar comienza a pedalear.-el hombre se detuvo y apartó las manos de los hombros de su hijo. -Eres el dueño de la bicicleta.-le dijo mirándole, ahora, a la cara. -Tú ordenas dónde quieres que vaya y a la velocidad que quieres que vaya. Tienes que sentir que forma parte de ti.-se detuvo un momento y supo que los nervios del pequeño habían cesado. -Conviértela en una pieza más de tu cuerpo. 

El pequeño asintió con la cabeza. Puso las manos sobre el manillar, sintió las manos de su padre sobre sus hombros y, después, puso un pie en un pedal. Respiró y, decidido, puso el otro pie en el otro pedal, dispuesto a convertir en la bicicleta en una pieza más de su cuerpo. Pisó fuerte sobre uno de los pedales y su padre le ayudó, impulsándole sobre los hombros, para que las ruedas comenzaran a girar. El pequeño comenzó lo que se convertiría en su segundo intento. 

Las ruedas comenzaron a girar sobre sí mismas; los pedales iban ordenados por los pies del muchacho; el manillar sujetado por las pequeñas manos, que habían comenzado a sudar de nuevo; las manos del padre seguían sobre sus hombros, haciendo un intento de calma y el corazón le palpitaba cada vez más deprisa. Comenzó a coger velocidad; el flequillo sobre la frente ya bailaba, de forma escasa, invitado por el viento y las manos de su padre, de repente y sin comprender el por qué, desaparecieron de sus hombros. 

Sus manos comenzaron a sudar más de la cuenta, las piernas comenzaron a temblar y perdió el control del manillar. La rueda delantera cambió, de repente, su dirección y el chico abandonó el sillín de la bicicleta para terminar tumbado sobre el suelo. La bici ahora quedaba a escasos metros de él. Notó cómo una de las palmas de sus manos comenzó a sangrar levemente, se levantó dolorido del suelo y una lágrima recorrió su rostro decepcionado. 

-¿Por qué me has soltado?- preguntó el pequeño enfadado a su padre, que se acercaba apresurado a la escena. –Has quitado tus manos de mis hombros.- dijo mientras se limpiaba una lágrima de la cara. –No volveré a montar jamás en bicicleta. 




Llueve. Ana y yo estamos en la habitación número nueve del albergue, volvemos a tener moqueta en el suelo y ventanas con vistas al exterior. Vemos cómo cae la lluvia sobre los tejados. La estufa está encendida. Un par de bragas y unos calcetines se están secando. La búsqueda de piso continúa. Es viernes y el jaleo en el albergue parece más escaso que el del fin de semana pasado, aunque un chico acaba de abrir la puerta de nuestra habitación, no ha dicho nada y se ha ido como ha venido. Creemos que ha visto las bragas en la estufa. “Ostras. Ésta no es mi habitación” habrá pensado. Estamos esperando a Mary, pues se ha ido a las once y media de la mañana, son las nueve y media, y aún no ha llegado. Dice que ha comido un sándwich con Marleen. ¡Y nosotros que siempre le guardamos un poco de ensaladilla de un euro! Ana: ¿dónde está esa ensaladilla? ¡Que me la bebo! 

Decepción, rabia y enfado. Se huele un ambiente de desánimo en la habitación. Hoy es el día en el que Ana tenía que llamar a la Señora Rosa. Y la hemos llamado. En la primera llamada se ha puesto a hablar un holandés al que Ana le ha dicho que después llamaría porque Rosa no estaba con él en esos momentos. Más tarde hemos vuelto a llamar y ahora nos ha recibido la madre. “Soy su madre. ¿Tú eres la chica que vino el otro día a la tienda con tu amigo, verdad? Pues creo que Rosa ya ha buscado a otra chica, pero no me hagas mucho caso. Mejor habla con ella, está en el restaurante” le dice a Ana la señora al teléfono. Ana pone cara de “maldita sea” y se despide de la señora. Buscamos el número de teléfono del restaurante, llamamos y comunica. “¿En serio?” Así que nos ponemos ropa de calle y nos vamos al restaurante “Señora Rosa”. 

Al llegar al restaurante preguntamos por la dueña y comenzamos a hablar con ella. Dice que nos ha llamado dos o tres veces a cada uno. ¿Cómo es posible? Y claro… ha llamado a nuestros números de teléfono de España. ¡Si le dejamos a la chica portuguesa un papel con nuestro número de teléfono de Eindhoven! ¡Aquí nuestros móviles de movistar no cogen mucha cobertura! Le decimos que también hemos llamado al restaurante y que comunicaba. ¡Vaya tela! Hoy tiene una chica nueva y dice que mañana va a necesitar a otra más. Ha apuntado por ella misma nuestro teléfono de Eindhoven y seguramente mañana recibamos una llamada ¡Que llame, que llame, que llame! También ha dicho que trabaja con una agencia de limpieza, que va a intentar ayudarnos a los dos y que, ha vuelto a repetir, es un trabajo duro. ¡Nos da igual! ¡Queremos trabajar en lo que sea! Esta noche nos toca rezar. Pero espera: ¿rezamos en español o en inglés? Si casi no sabemos en español… ¡Como para hacerlo en otro idioma! 

¡Mary ya ha llegado! Mary está feliz, muy feliz. Hoy ha terminado las tres sillas forradas de sacos de esparto de México. Enseña a Marleen español, ha pintado una chimenea de blanco porque están restaurando una casa entera, ha colgado una lámpara de un techo haciendo malabarismos sobre una escalera, Marleen la ha llamado “monkey” y han modificado la decoración de la tienda. Cada vez que terminan un trabajo Marleen le da el aprobado con un “¡Olé!” y Mary lo finiquita con un “¡Olé, olé!”. Han hablado de sus perros y Marleen le ha dicho que pueden tener bebés. El problema ha sido cuando Marleen ha recordado que su perro está castrado y no puede tener bebés. “¡Oh no, NO COJONES!” ha dicho sin pensárselo dos veces en mitad de la tienda. Mary se mea de la risa. 

Eran las dos de la mañana, aproximadamente, cuando Phineas el mochilero, Mary, Ana y yo dormíamos plácidamente y se ha encendido la luz de la habitación número cuatro. “¡Perfecto! ¿Y ahora qué pasa?” Pasa que nuestros miedos a ser invadidos de nuevo se hicieron realidad: dos italianos futboleros entraron en la habitación, prepararon sus camas y se metieron en ellas. Menos mal que no dieron mucho ruido. 

La mañana ha sido ajetreada. ¡Otra vez de mudanza! Phineas el mochilero ha abandonado la habitación muy temprano y los italianos un poco después. A lo largo de la mañana el albergue se ha ido vaciando. Nuestras maletas han vuelto a descansar un rato en la sala del albergue hasta que han limpiado todas las habitaciones. Mary se ha ido con Marleen y Ana y yo nos hemos puesto de nuevo los arneses, las cuerdas y los cascos para subir tres maletas de 20 kilos cada una y tres maletas más de 10 kilos cada una por una escalera de madera compuesta de 18 escalones. Todo eso para volver a nuestra habitación de siempre. ¡Hola de nuevo moqueta! 

Por cierto hemos pagado tres noches más en el albergue y nos han hecho un descuento. ¡Las noches del fin de semana son más caras que las de diario y nos las ha cobrado todas como diario! Qué maja es la gente. 

Llueve. Seguimos en la habitación y tenemos una nueva compañera. ¡Este finde, de momento, no tenemos ni “Gallinas Holandesas” ni “Blondes in Black”! Tenemos una chica muy simpática que ha llegado a la habitación acompañada por su hermana. La hermana ya se ha ido y es una de esas personas de las que el mundo debería estar lleno. Se llama Daniela, vive en Seattle (Estados Unidos) junto con su marido, habla un poco español y ha estado viviendo dos meses en Barcelona. Es una mujer simpática y muy agradable. ¡Ha dado gusto hablar con ella en espanglish! Nos ha preguntado por nosotros y le hemos contado nuestra historia. Además nos ha dado su dirección de correo y nos ha dicho que ella va a estar en Maastricht hasta febrero, que vuelve a Seattle. ¡Ha dicho que si queremos conocer esa ciudad que nos pongamos en contacto con ella! Nosotros la hemos invitado a conocer Extremadura. Olé, olé. ¡Daniela espera! ¡Llévame contigo! 

La chica que nos acompaña esta noche, hermana de Daniela, tiene que coger mañana un avión. Ahora está tumbada en la cama hablando por el whatsapp. Nosotros cenaremos, nos ducharemos y nos iremos a la cama. Mañana esperamos una esperada llamada, seguiremos buscando piso y seguiremos intentando seguir aquí. Es difícil, es muy difícil. 



Su padre se acercó a él. Le miró a los ojos brillantes y le cogió la mano ensangrentada. Le secó la sangre con un pañuelo que había extraído de su bolsillo y secó las lágrimas del pequeño con sus dedos. 

-Tienes que volver a montarte en la bicicleta.-dijo el padre. –No puedes darlo todo por perdido. Solamente lo has intentado dos veces y las cosas, las mejores cosas, se aprenden con constancia y con ganas de luchar. Tienes que ser fuerte. 

-Me he caído y tengo sangre en las manos.-dijo el pequeño. –Además. Me has soltado. 

-La sangre es lo de menos.-dijo el padre, sonriendo al pequeño. -Tienes que caerte miles de veces a lo largo de la vida, pero tienes que aprender a levantarte.-el niño no comprendía las palabras de su padre. -Has de ser valiente, curarte las heridas y secarte las lágrimas. Y no tengas miedo porque te suelte pues, incluso, llegará el día en el que me pidas que lo haga. Llegará el día en el que quieras volar tú solo. Y también llegarán los días en los que puede que vuelvas a tropezar, una y otra vez.-el hombre miraba fijamente a los ojos de su hijo. 

-Yo no quiero volver a caerme.-dijo el pequeño, un poco asustado por las palabras de su padre. 

-No tengas miedo a las caídas. Si, realmente deseas lo que crees desear, te levantarás del suelo, curarás tus heridas y secaras tus lágrimas. Y solamente luchando de esa manera llegará el día en el que tu vuelo llegue tan alto que jamás volverás a arrepentirte de haberlo intentado infinidad de veces.-el pequeño imaginó aquel vuelo del que hablaba su padre y sonrió. Ya no había lágrimas en sus ojos. 

-Papá: quiero volar así de alto.-dijo el niño señalando al cielo con un dedo. 

-¡Pues venga!.-animó el padre. -Comencemos. 

El niño corrió hacia la bicicleta, que permanecía en la misma posición con la que había quedado en la caída, la levantó del suelo y se montó en ella. Puso las manos en el manillar, su padre las manos sobre sus hombros y suspiró aliviado. Un pie en cada pedal y cogió impulso para que la bicicleta comenzara a moverse. 

Comenzó a coger velocidad de nuevo; el flequillo sobre la frente ya bailaba, de forma escasa, invitado por el viento y las manos de su padre, de repente y comprendiendo el por qué, desaparecieron de sus hombros. 

Puede que volviera a perder el control del manillar, que la bicicleta cayera al suelo o que nunca más volviera a caerse. Puede que las lágrimas invadieran su rostro o que sus manos volvieran a ensangrentarse. Puede que ocurrieran miles de cosas. 

Lo que sí que ocurrió fue que, siempre que el pequeño volviera a verse en el suelo, recordaría aquel vuelo por el que luchaba constantemente, aquel que para poder alcanzar siempre recordaría las palabras que dijo un día su padre: “Si realmente deseas lo que crees desear, te levantarás del suelo, curarás tus heridas y secaras tus lágrimas. Y solamente luchando de esa manera llegará el día en el que tu vuelo llegue tan alto que jamás volverás a arrepentirte de haberlo intentado infinidad de veces” 



Estamos bien, estamos aquí, estamos en Eindhoven.

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