Una auténtica historia en la que se relatan las aventuras que viven tres amigos cuando deciden marcharse de su país de origen y comenzar una nueva vida a dos mil kilómetros de allí. Holanda se convierte en un escenario perfecto para demostrar que nunca hay que perder la esperanza, que siempre hay que enfrentarse a la vida con la más amplia de las sonrisas y que las mejores cosas ocurren cuando menos las esperas.

jueves, 4 de octubre de 2012

"Room number four"

04 de Octubre de 2012.

El chico entró en la habitación, a oscuras, y al encender la luz descubrió que ya había tres camas con las sábanas por encima del colchón y maletas por los suelos invadiendo el suelo de madera. Además, sin entender demasiado el por qué, descubrió a un chico español pegado como una ventosa a la ventana. A oscuras y pegado a la ventana. “¿Qué le ocurre a éste?” pensó. El chico descubrió que el español comenzó a comunicarse con una chica que estaba tras el cristal de la ventana y que, de repente, y tras escuchar lo que parecían ser unas órdenes de la chica comenzó a meter maletas bajo las camas. El chico, ajeno a la situación y sin comprender nada de nada, temió lo peor al imaginar al resto de compañeros. Se instaló en la cama donde dormiría aquella noche, cogió su portátil y se tumbó. Sintió intriga por cómo serían los dos compañeros del chico español al que había conocido previamente. La espera sería corta, pues muy pronto descubriría a uno de ellos. Aunque para su sorpresa no era “uno” si no “una”. Y más tarde que no era “una”, si no dos “una”. 

La chica rubia, que acababa de comprar una botella de tinto de verano mezclado con frutas tropicales, invadió la habitación pensando que su hermana estaba dentro. Decidida y con una canción en la mente abrió la puerta. 

-Ven, vamos a disfrutar con sangría Don Si. –la melodía se detuvo con un golpe seco. La chica quedó petrificada, con un movimiento de caderas por terminar y con una caja de tinto en una de las manos a modo de “¡Mira lo que traigo!”. El chico se quedó perplejo. “¿Quién es ésta loca y qué está cantando?” se preguntó mientras observaba cómo la cara de la bailarina española enrojecía a medida que avanzaban los segundos. –Hello.-dijo ella quitándole importancia al asunto. 

-Hello. –contestó el chico, tumbado, desde su cama y con el portátil sobre las piernas. 

-Ehhh… -dudó la chica unos segundos. Después abrió la boca y preguntó la mayor estupidez que se le podría haber preguntado a una persona a la que acabas de conocer. -¿Y mi hermana? 

Estaba claro: además de ser bailarina española también estaba loca, loca y había perdido a su hermana. El chico continuó tumbado en su cama y pensó: un tío que se pega como una lapa a las ventanas con la luz apagada, una chica que se comunica con él tras un cristal por el que es imposible comunicarse y una que baila al ritmo de una melodía de un anuncio de zumos mientras busca a su hermana perdida. El chico se detuvo un instante: ¿Dónde estaba, que hacía ahí y quiénes eran esos personajes? ¿Seguro que esa era la habitación que le habían asignado? Sí, habitación número cuatro.


El albergue está lleno de tíos, de tíos machos a los que les gusta la cerveza, fumar tabaco u otras plantas varias, beber cerveza y disfrutar de un buen partido de fútbol. Tíos a los que les gusta llenar los ceniceros del albergue hasta arriba, no utilizar las papeleras, dejar por todos los rincones botellas de plástico vacías y dejar el servicio como si una misma manada de elefantes hubiera arrasado con él. Tíos que invaden nuestras habitaciones y observan, con las babas por los suelos, a las dos únicas chicas que residen ahora mismo en el hostal. ¡No hace falta decir quiénes son esas dos chicas! Si no lo sabes te recomiendo comenzar a leer la carta de nuestro día number one. 

Pues eso, que hoy volvemos a tener jaleo en el albergue. En el albergue y en todas las calles del centro de la ciudad porque hemos sido testigos de cómo una multitud de tíos cantaban a voces, suponemos, el himno de alguno de los equipos que juegan esta noche en Eindhoven. ¡Qué locura! Futboleros por todas partes. Pero mejor vayamos al principio de los tiempos o, mejor, al principio del día: 

Los desayunos siempre han sido de la misma manera: sentados en forma de triángulo alrededor de una caja de leche, tres vasos tomados prestados del Jumbo, un paquete de cereales y un largo día de nuevas anécdotas por delante. Sentados sobre una moqueta, una moqueta que absorbe todo lo que en ella se derrama. ¡No queremos ni pensar lo que hay en ella! Mary ha dicho desde el primer día que seguro que tiene vida propia. Desayunamos y nos damos prisa, pues esta mañana tenemos que abandonar la que siempre ha sido nuestra habitación para mudarnos a la número cuatro. Esto ocurre porque no la teníamos reservada con tiempo y una multitud de futboleros casi consiguen que nos quedemos esta noche bajo un puente. Bajo un puente o bajo las delicadas sábanas de un hotel de 300 euros la noche. 

Hemos hecho las maletas. Ha sido fácil, pues aún mantenemos casi toda la ropa envasada al vacío para disminuir espacios. Aun así, más de uno nos hemos tenido que subir a ellas para poder cerrar sus cremalleras. ¡Van a reventar! ¡Y no quiero estar presente para ver cómo una habitación se llena de bragas de colores! 

Bajamos los dieciocho escalones que nos separan de la planta baja del albergue y dejamos nuestras pertenencias al lado de las escaleras. ¡Qué show! ¿Sabéis lo difícil que es bajar maletas de 20 kilos cada una por unos escalones super estrechos rezando por no ver tu cara estampada en la moqueta de la pensión? Una recomendación: “No lo intentes en casa sin la supervisión de un adulto o, mejor, sin unas cuantas de cuerdas, unos buenos arneses y un casco en buenas condiciones” 

Hemos tenido que esperar un rato hasta que nos han dicho que nos instalemos en la habitación cuatro. ¡Ahora nuestra habitación de siempre está llena de gente futbolera! ¡Nos da pena! ¡Ya era nuestra! Pero bueno… así dormimos en sábanas limpias. 

Mary se ha ido con Marleen, Ana y yo hemos comprado en el Jumbo y hemos comido antes de irnos a nuestra cita con el del piso. Mary come galletitas mientras diseña junto a la guapa holandesa. Ana y yo caminamos sin piedad por las calles de Eindhoven, siguiendo rutas escritas en un papel y leyendo nombres de calles que ni los propios holandeses saben pronunciar. 

El apartamento en sí no estaba mal. Solamente tenía unos cuantos inconvenientes: está a una hora andando del centro; tenemos que subir por unas escaleras diminutas, estrechas y en forma de caracol hasta una tercera planta; no tiene cocina y no hay frigorífico ni lavadora. En serio: prefiero instalarme bajo el puente. 

Nuestra caminata ha continuado en busca del bar español que nos recomendaron ayer: La Costa del Sol. Desgraciadamente, y sintiéndolo mucho por nuestros pies, en ese bar tampoco pueden ofrecernos nada. ¡Encima el dueño también es de Extremadura! 

Ana tiene ampollas en los pies, hemos escuchado a Bustamante y el éxito de reggaetón “Pobre diabla” en la radio de una tienda, he comprado un paraguas de cinco euros que media hora más tarde su mango se ha desprendido del paraguas en sí, hemos seguido caminado, hemos bebido agua con sabor a melocotón, Marleen se preocupa por Mary y por nosotros también, hemos conocido por facebook a un chico que también está en esta ciudad de prácticas y hemos celebrado que nuestro blog de “Las cartas de Holanda” ha llegado a las mil visitas bebiéndonos una caja de tinto de verano mezclado con frutas tropicales que Mary ha comprado en el Jumbo. 

Ya estamos instalados en nuestra nueva habitación, de la mejor manera que se puede estar instalado con tu ropa compactada en una maleta de 20 kilos, pero instalados. La habitación cuatro tiene el suelo de madera, no hay moqueta que se coma las cosas ni ventanales que den al exterior. ¡Ahora sí que tenemos que tener cuidado con la comida! ¡Las migas de pan destacan demasiado sobre el color de la madera! ¡Éste suelo no se traga la leche! La moqueta sí. Echamos de menos a nuestra moqueta. 

Al caer la noche hemos conocido a nuestro nuevo compañero. A mí me ha pillado en la habitación, a oscuras y pegado al cristal de la ventana intentando asustar a Ana. Me ha mirado raro y después me ha preguntado por las camas que aún seguían libres. El chico también se ha instalado. Después ha conocido a Mary, que le ha cantado y bailado pensando que era Ana la que estaba en la habitación. El nuevo chico se parece a uno de los de “Phineas and Ferb”, al del pelo naranja y tiene una mochila muy grande. Suponemos que está aquí de paso. El Phineas mochilero parece buena gente. 

Y aquí estamos, cada uno en una cama. Cuatro en la habitación número cuatro. Aún quedan cuatro camas libres y podemos respirar tranquilos, pues son más de las once y ya no pueden ser invadidas por tíos apasionados del fútbol. Ya creíamos que tendríamos que soportar a cuatro tíos, seguramente con más cerveza que sangre en el cuerpo, llegando a las tantas de la noche cantando en un lenguaje de “jotas carrasperas” el himno del equipo de Eindhoven. Por suerte eso no ocurrirá. ¿No ocurrirá, verdad? 

Bueno, pase lo que pase, si alguien pregunta por nosotros ya sabéis dónde estamos: habitación número cuatro. 


El chico les miraba desde su cama. La chica que daba órdenes al chico desde el otro lado del cristal ahora estaba tumbada en su cama, con el portátil sobre las piernas y acurrucada entre sábanas y una sudadera color mostaza. La chica que le había bailado y cantado parecía estar ahora más tranquila. El chico dedujo que la bailarina española ya había encontrado a su hermana perdida. Y el chico español que antes vivía en la oscuridad pegado al cristal ahora estaba sentado sobre su litera mientras tecleaba, muy concentrado, frente a su portátil. Y el chico, desde su cama, cerró los ojos despidiéndose así, hasta mañana, de los tres españoles con los que compartía habitación. La habitación número cuatro. 


Estamos bien, estamos aquí, estamos en Eindhoven.

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