Una auténtica historia en la que se relatan las aventuras que viven tres amigos cuando deciden marcharse de su país de origen y comenzar una nueva vida a dos mil kilómetros de allí. Holanda se convierte en un escenario perfecto para demostrar que nunca hay que perder la esperanza, que siempre hay que enfrentarse a la vida con la más amplia de las sonrisas y que las mejores cosas ocurren cuando menos las esperas.

domingo, 7 de octubre de 2012

"Desde las alturas"

07 de Octubre de 2012.

El camino al parque siempre se hacía muy divertido. Imaginaban historias de fantasía y jugaban a los juegos más divertidos que se les pasaban por la cabeza. Reían como cuando eran niños, sin importarles nada y olvidando los problemas detrás de la puerta. Esa puerta que cerraban para ir a disfrutar de una tarde en el parque. 

El pequeño estaba deseando que aquellas tardes llegaran. Los mayores estaban deseando que aquellas tardes llegaran, pues solamente entonces conseguían volver a ser realmente niños. La madre del pequeño preparaba un poco de café todas las tardes, lo bebía tranquilamente y al dar el último sorbo la melodía del timbre invadía todos los rincones del hogar. “Ya están aquí” pensaba y el pequeño sabía que la hora del parque había llegado. Corría hacia la puerta y allí estaban ellos: el amigo y las amigas de su madre. Los amigos con los que tan bien se lo pasaba en aquellas tardes de sol. Y todos se marchaban de la casa. 

El pequeño corría y reía a la vez, a veces también lloraba pero las lágrimas duraban poco en él. El parque estaba abarrotado de niños, pero él prefería jugar con sus amigos mayores. El escondite, el pilla-pilla y probar todos los cacharritos del parque eran sus juegos favoritos. Todos los cacharritos excepto uno: el tobogán. Le aterraban los toboganes. 

El pequeño subía las escaleras del tobogán, se sentaba en el asiento que daba paso a la rampa, cerraba los ojos y daba la espalda a ella, ponía la barriga sobre el asiento y se lanzaba boca abajo. Llegaba al suelo y volvía a subirse de nuevo. Era su manera de disfrutar del tobogán. 

Los mayores no comprendían por qué hacía aquello, por qué no se lanzaba del tobogán sentado, mirando boca arriba. Uno de ellos se acercó al pequeño y se arrodilló ante él. 

-¿Por qué no te lanzas del tobogán como todos los niños?.-dijo el muchacho al pequeño. 

-Porque no me gusta.-contestó el pequeño. –Me da miedo estar tan alto. Prefiero no mirar desde allí arriba y prefiero dar la espalda. 

-Una vez que abras los ojos allí arriba no volverás a cerrarlos.-el pequeño le miró, sin comprender del todo lo que le decía. –No hay que temer a las alturas. Las alturas están hechas para vivirlas desde su mismo punto de vista. ¡Anda! Sube ahí arriba y abre los ojos. No le des la espalda y ábrelos. Todo cambiará cuando lo intentes. 

El pequeño subió las escaleras del tobogán y se sentó en el asiento. Cerró los ojos y pensó en abrirlos, pero tampoco lo hizo esta vez. Entonces se giró y puso su barriga, de nuevo, sobre el asiento del tobogán. El pequeño, aún con los ojos cerrados, deslizó su cuerpo sobre la rampa hasta llegar, una vez más, al suelo. Al suelo donde únicamente conseguía abrir los pequeños ojos. 



Son las dos de la mañana y Ana aún no ha llegado a la habitación del albergue. Mary y yo suponemos que llegará cuando cierren el restaurante y se cierra a las tres. Creemos. Tengo sueño, mucho sueño y Mary me mira mientras intento dormir, por lo tanto no duermo porque me pone caritas y me dice cosas. Además, por si fuera poco, un grupo de tíos que duermen en otra habitación están corriendo por los pasillos y haciendo cosas no muy normales. Son las tres de la mañana y Ana aún no ha llegado. Mary se preocupa cada vez más y yo le digo que no pasa nada. Eindhoven es una ciudad tranquila y Ana estará bien. ¡No hemos visto ni un barrio marginal ni vandalismo! Esto es una maravilla… 

Me rindo y mis ojos se cierran con el paso del tiempo. Supongo que Mary se ha quedado despierta todo el rato. Me desvelo y Ana aún no está en la habitación. Le digo a Mary que cuando llegue que me despierten que quiero saber qué tal le ha ido. Y ya no tengo sueño y tengo hambre. Mary y yo nos sentamos en el suelo de moqueta, sacamos una caja de leche, unos cereales y nos ponemos a comer a la espera de Ana. 

Y por fin y a las cinco de la mañana se abre la puerta de la habitación y llega Ana, con olor a cerveza y con cara de felicidad. ¡Ha estado desde las dos y media de la mañana tomando unas cervezas con la señora Rosa y el resto de empleados! ¡Encima se ha comido un bocadillo de jamón serrano! ¡Qué envidia Ana! Ya le he dicho que esta noche se coma la mitad del bocadillo y me guarde la otra mitad en el bolso. 

Ana está contenta, aunque es un trabajo duro. Ha estado todo el tiempo lavando platos ayudada con un chorro de agua a presión. La cocina resbala, pues está llena de agua. Todo el mundo que trabaja en la cocina habla español asique por el idioma no hay problema. ¡Todo va a salir bien! Ana nos pregunta que de dónde hemos sacado esa cesta que está bajo una de las camas. Le decimos que es para ir a comprar al Jumbo y le ocultamos lo de la bici. 

Los tres hablamos un largo rato en la habitación y escuchamos las anécdotas de Ana. ¡Está feliz! Tenemos una sorpresa para Ana y duerme bajo las escaleras. ¡La bicicleta de Marleen la espera! Así que le decimos que vayamos a tomar una coca-cola al patio interior del albergue para darle la sorpresa. Ana va al patio y Mary y yo vamos a las escaleras. Nos montamos en la bici, ella en el porta-paquetes, y pedaleo hasta el patio. Ana pone cara de “Estáis locos”, “De dónde habéis sacado eso” y de “Por Dios, decidme que no es robada”. Le contamos todo lo relacionado con la bici y nuestro paseo por las calles de Eindhoven al estilo “E.T”, solo que lo que llevo en mi porta-paquetes es más guapo que el extraterrestre y nuestra bici no sale volando. 

A la mañana siguiente todos dormimos hasta más tarde de lo habitual, anoche dormimos poco y hoy es domingo. ¡Hay que darse un pequeño lujo y respiro en el Día del Señor! Y a parte de dormir un rato más también nos hemos dado otro lujo: hemos comprado una coca-cola marca Jumbo y una bolsa de patatas para después de la comida. Hoy sí que nos faltaba la película de la tres. 

A las seis Ana trabaja de nuevo. ¡Qué bien! Hoy tampoco sabemos a qué hora volverá pero esperemos que más temprano que anoche. ¡He llevado a Ana al restaurante en bicicleta! ¡Ya somos un poco más de esta ciudad! A Ana le gusta el paseo en bici, nos gusta pasear en bici por aquí. Y para más seguridad guardamos la bici de Marleen dentro del albergue, no vaya a ser que nos la vayan a robar en la calle. Que como dice el antiguo dicho es mejor prevenir que curar. 

La cesta de la bici ahora se ha convertido en la nueva despensa. Antes era el hueco que quedaba entre mi cama y la pared; después, con la llegada de las “Blondes in Black” y las “Gallinas Holandesas”, la tuvimos que trasladar a nuestras maletas y ahora se traslada de nuevo, y esperemos que definitivamente, a la cesta de la bici de Marleen. 

Mañana tenemos dos citas con dos apartamentos. Una cita a las cuatro de la tarde y otra a las seis. Tengo la sensación de que mañana ya tenemos casa, sea cual sea pero seguro que tenemos. ¡Qué ganas de deshacernos de las maletas! ¡De olvidarnos de los candados y de la ropa envasada al vacío! Nuestras maletas son de lo que no hay. Dentro de ellas puedes encontrar ropa, ante todo ropa, comida, cables, cremas, folletos y mapas de Eindhoven, bastoncillos, libros en inglés y otras muchas cosas más que es mejor no explicar. ¡Queremos tener una casa para que nuestra ropa sea ropa normal y no paquetes de diez kilos envasados! 

Mary y yo pasamos toda la tarde enviando correos a los pisos. Tenemos la sensación de haberlos vistos ya todos. Cenamos un poco de leche con cereales sobre nuestra moqueta y nos reímos a carcajadas. Pensamos en todo lo que la moqueta ha comido a lo largo de estos días: un sorbo de coca-cola esta tarde, unos cereales por las mañanas, otro sorbo de leche esta noche, trocitos sueltos de ensaladilla… Dice Mary que la moqueta va a echarnos de menos. Seguro que eructa cuando todos estamos dormidos. 

Esperaremos a Ana, despiertos o dormidos, dormiremos entre los nórdicos que imitan a la perfección a las nubes y despertaremos bajo este cielo de Eindhoven. Dos citas pendientes, paseos en bici y un piso en el que empezar una nueva vida nos esperan. 



La tarde en el parque continuaba como cualquier otra tarde de parque. El pequeño jugaba con los mayores. Se escondían tras los setos del lugar, corrían sobre la arena y montaban en los columpios. Las tardes volaban y el miedo a lanzarse sobre el tobogán continuaba. Los mayores se sentaron en uno de los bancos de madera y dejaron al niño jugando con los demás niños del parque. 

Fue entonces cuando el pequeño, recordando las palabras que anteriormente había escuchado, decidió volver a subir las escaleras del tobogán. Una vez arriba, sentado en el asiento y no dándole la espalda a la rampa cerró los ojos. 

-¡Mamá! ¡Mamá mírame!.-gritó el pequeño desde lo alto del tobogán. La madre y todos sus amigos le observaron desde el banco de madera. 

El pequeño abrió los ojos para comprobar que su madre le estaba prestando atención. Fue entonces cuando descubrió todo aquello que tenía ante sus ojos. “Las alturas están hechas para vivirlas desde su mismo punto de vista” recordó el pequeño. Y mantuvo los ojos abiertos, y no giró su cuerpo, ni le dio la espalda a la rampa. Todos, desde el banco, le miraban orgullosos. Al pequeño le gustaba lo que veían sus ojos y lo decidió: deslizó su cuerpo sobre la rampa del tobogán, con los ojos abiertos y disfrutando de lo que las alturas habían comenzado a regalarle. 

Porque las alturas están hechas para vivirlas desde su mismo punto de vista. 



Estamos bien, estamos aquí, estamos en Eindhoven.

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