Una auténtica historia en la que se relatan las aventuras que viven tres amigos cuando deciden marcharse de su país de origen y comenzar una nueva vida a dos mil kilómetros de allí. Holanda se convierte en un escenario perfecto para demostrar que nunca hay que perder la esperanza, que siempre hay que enfrentarse a la vida con la más amplia de las sonrisas y que las mejores cosas ocurren cuando menos las esperas.

martes, 26 de febrero de 2013

"Una nueva vida"

26 de Febrero de 2013.

Las ruedas del avión consiguieron abandonar el suelo de la ciudad. El inmenso aparato ascendió hasta alcanzar los cielos y las nubes, que antes formaban una perfecta composición sobre nuestras cabezas, comenzaron a construir una plataforma por la que viajábamos a velocidades inimaginables. Visualizando tierras, mares y montañas desde las alturas conseguimos recorrer los dos mil kilómetros que nos separan de casa. Con los nervios a flor de piel nos adentramos en una semana en la que las sorpresas, las carcajadas y las emociones se convierten en los verdaderos protagonistas, consiguiendo que nuestro regreso quede para siempre inmortalizado de la manera más bonita en los recuerdos de los que más nos quieren, de los que más nos añoran y de los que más consiguen suprimir con una sonrisa esos dos mil kilómetros que nos distancian. 



El dieciocho de febrero invadimos la casa de nuestros amigos Pedro y Mónica para celebrar mi cumpleaños y el de él. Todos nosotros disfrutamos de una agradable tarde y una divertida noche. Comimos todo lo que previamente preparamos en la cocina, reímos contando y escuchando anécdotas de todo tipo y bailamos mientras que lo dábamos todo, como nosotros solamente sabemos hacer. ¡Hasta disfrutamos de una amplia y variada degustación de postres de todo tipo! Con cuatro o cinco tartas nos juntamos al final de la noche. Pedro y yo soplamos nuestras velas mientras escuchábamos las entusiastas voces con las que nuestros amigos nos deseaban un feliz cumple años. 

Más avanzada la noche Aylim y Mary aparecieron en el comedor de la casa disfrazadas de algo que no conseguía entender exactamente. Aylim llevaba peluca rubia, unas gafas de sol demasiado glamurosas y una chaqueta negra con la que conseguía lucir una figura tan estilizada como elegante. Mary, sin embargo y creando un contraste demasiado elevado, lucía un envolvente traje rosa y unas orejas del mismo color. ¡Una presentadora de la tele y un conejo rosa sorprendieron en la sala! Y de esa manera comenzaron a presentar la gala de los premios Yoya 2013. 

Tras disfrutar de una gala en la que una Maribel Verdú en forma de Mónica se llevó el Yoya a mejor actriz y yo el premio a mejor guión original por “Las Cartas de Holanda” continuamos con la fiesta. ¡Me entregaron un muñeco que imitaba al Goya español realizado con papel de aluminio! Tuve que deleitar a los amigos con un discurso bastante emotivo por entregarme dicho premio. ¡Qué ilusión! Las Cartas de Holanda ya tienen su primer premio Yoya. 

Cuando la fiesta termina y nos despedimos de todos, ya que al día siguiente volábamos a España, regresamos a nuestra casa en busca de unas maletas de mano a las que poder rellenar de cosas. Y tras pasar una noche casi en vela llegan las siete de la mañana, la hora en la que nos ponemos en pie para comenzar a organizarlo todo. 

Salimos de casa a las ocho de la mañana y nuestro comedor estaba tan desordenado que parecía que un huracán nos había visitado previamente. Subimos las bicicletas hasta el interior de nuestra casa y con un “hasta luego” cerramos las puertas de la cocina, del salón y de la calle. 

Minutos más tarde llegamos al aeropuerto, donde nos montamos en el avión que nos llevaría hasta Sevilla, y dejamos atrás la ciudad donde llevamos viviendo unos cinco meses. Llegó la hora de regresar a casa, de dar sorpresas y de sentir de nuevo el calor de la familia, los amigos y el pueblo. El diecinueve de febrero, el día de mi cumpleaños, volamos hasta Sevilla y nadie, absolutamente nadie, se imaginaba que aquel día llegaríamos por sorpresa a La Nava de Santiago. 

Y tras los pequeños montes de olivos divisamos el pueblo, nuestras casas. Nos dejamos las pieles en el camino y conseguimos ser más veloces que el viento. Con la sorpresa de nuestra parte presionamos el timbre que avisó de que alguien esperaba tras la puerta, cruzamos el ascensor que nos llevó hasta vuestros abrazos y hasta conseguimos mantener la calma tras un sofá, antes de saltar como locos y gritar la palabra que tanto tiempo llevábamos esperando gritar. ¡Sorpresa! 

Nunca sabes lo que puede esconderse tras una puerta, lo que guarda en silencio el sonido de un timbre. Solamente unas fracciones de segundos en las que tardas en reaccionar, tras haber girado el pomo de una puerta. Tras de ellas, sin esperarlo ni llegar a imaginarlo, aparecen las sorpresas con las que tus ojos no dan crédito a lo que ven, con las que el aire se detiene impidiéndote poder respirar y con las que las lágrimas, que tanto tiempo llevan generándose para después ser derramadas, comienzan a recorrer los rostros en forma de felicidad. Una puerta que consigues abrir y que consigue sorprenderte, sin esperarlo, sin llegar a imaginarlo. 

Con una intensa semana de encuentros y desencuentros a la espalda, de emociones y sorpresas, de besos y sonrisas, de amigos y familia, de gente que nos saluda, de gente que nos quiere, de cosas que echábamos de menos, de gente que echábamos de menos, de comidas que no comíamos hace tiempo y de situaciones que deseábamos volver a vivir, hemos regresado a nuestra nueva ciudad. Tras sustituir por una semana a Eindhoven por La Nava de Santiago hemos recorrido de nuevo dos mil kilómetros por vía aérea y ya estamos de nuevo en casa, nuestra nueva casa. 

Tras aterrizar en la ciudad hemos cogido el autobús que nos ha llevado desde el aeropuerto hasta la estación del centro. Con las maletas de mano hemos caminado hasta nuestra casa, que queda a escasos minutos del centro de la ciudad. 

El desorden que quedamos antes de marcharnos, las bicicletas en el salón y unas cartas apiladas junto a la puerta de casa nos esperan tras cruzar la puerta. ¡Tenemos una nota del cartero en la que se nos informa de que tenemos un paquete por ahí! Ya nos lo habían dicho. Mi madre envió algo para mi cumple años y a ellas también les han enviado algo, así que tendremos que ir en busca de nuestro paquete perdido. 

Después de dormir plácidamente sobre nuestros colchones durante varias horas de la mañana, ya que esta noche no hemos dormido nada de nada, ponemos en orden un poco la casa, para que se parezca un poco a un hogar. Con nuestro regreso y para sorpresa de todos, el vecino invisible se ha manifestado. ¡Ya no tenemos que ir a ninguna oficina de correos en busca de nuestros paquetes desde España extraviados! Resulta que el vecino invisible los recogió el día en que llegaron y ahora, al escuchar que hemos regresado, los ha quedado sobre uno de los escalones de la escalera. Resulta que el vecino es un buen tipo, amable y buena gente. ¡No se manifiesta a la cara pero nos ha sorprendido con su amable gesto! Seguro que nos ha escuchado y disimuladamente ha depositado el paquete en las escaleras, rezando para que no le descubriéramos. Puede decir que el vecino invisible continuará siendo un misterio para todos, aunque poco a poco se convierte en un misterio agradable. 

Mónica y Pedro, los amigos de Murcia, vienen de visita a casa para despedirse de nosotros. Pedro ha finalizado sus prácticas universitarias en Eindhoven y mañana regresan a sus tierras españolas. Han desalojado el piso donde vivían y nos dejan muchas cosas que no pueden llevarse a Murcia. Dicen que también han quedado cosas escondidas en el porche de Aylim y Gianlu, ya que ahora ellos están de vacaciones en España, para que las encuentren allí cuando regresen. Es una pena tener que despedirse de unos amigos a los que conoces desde hace cinco meses y a los que parece que conozcas de casi toda la vida. No saben si regresaran a Eindhoven algún día y de momento se marchan a España. Los echaremos mucho de menos, aunque nos prohíben pensar en ello para que no nos pongamos tristes. Así que evitamos pensar en que es una despedida definitiva y sustituimos el adiós por un hasta luego. Les echaremos de menos, eso no cabe a duda. 

De nuevo en casa, en nuestra casa de Eindhoven, recordamos la semana vivida en el pueblo. Echamos de menos a nuestros familiares y amigos, aunque tendremos que intentar acostumbrarnos a los regresos y a las despedidas, a las sorpresas y a los hasta luego. Las cosas por aquí siguen igual que siempre. Hace frío y todavía quedan restos de nieve de la última nevada. Ya ha anochecido y un nuevo amanecer está en camino, ansioso por darnos la bienvenida a esta nueva etapa. Una etapa en la que continuaremos con nuestras anécdotas por la ciudad, creciendo como personas, como amigos y como hermanos, una etapa que se transforma en nuevos sentimientos y emociones, en nuevas ilusiones y metas. Una etapa que se convierte en nuestra nueva vida. 



A través de la ventanilla del avión contemplo una de las alas del aparato, que se mueve levemente con el roce del viento. La oscuridad gobierna en el cielo y las diminutas luces que forman las ciudades se divisan desde lo alto. Millones de puntos luminosos se dispersan sobre un oscuro manto, que se despliega ante nosotros como si de un pergamino se tratase. Los minutos avanzan y la oscuridad va dando paso al amanecer. Un lejano horizonte comienza a teñirse de un color anaranjado y la silueta que se forma divide el paisaje entre oscuridad y color. Los primeros rayos de Sol comienzan a bañar algunas de las zonas de las que nuestras miradas se convierten en testigo. El oscuro telón de la noche desaparece para dar la bienvenida al maravilloso espectáculo del nuevo día. Con los rayos de Sol proyectando sobre la ventanilla del asiento que ocupo me quedo dormido y mis sueños viajan libremente a través de las nubes que comenzamos a sobrevolar. 

Al abrir de nuevo los ojos, mi mirada descubre que las vistas a través de la ventanilla son completamente diferentes. Un manto de nubes de algodón baña bajo nuestros pies todo el espacio que nuestras miradas pueden alcanzar. Las nubes, que forman nuestro cielo, se han convertido por unos momentos en nuestro suelo. El avión las sobrevuela con disimulo, intentando no romper la majestuosa armonía que forman con sus extravagantes formas y sombras. 

Con el aviso del piloto, el avión comienza a descender suavemente. “Aterrizaremos en menos de quince minutos” y las nubes aumentan de tamaño, informándonos de que nos dirigimos hacia ellas. Lentamente el suelo de nubes queda a nuestra altura y las vistas quedan completamente ocupadas por un blanco intenso. El avión atraviesa el manto de nubes y, de nuevo, quedan sobre nosotros, dejándonos las hermosas vistas de un paisaje completamente diferente del que hemos despegado. 

La ciudad de Eindhoven se dibuja en el paisaje, colándose a través de las ventanillas. Aún se ve diminuta pero en unos minutos aterrizaremos en ella. Descendiendo suavemente nos adentramos en nuestra nueva vida, aquella que habíamos quedado aparcada durante una semana, y perdemos la vista en el horizonte hasta que las ruedas entran en contacto con el suelo. Ya estamos aquí y el piloto, desde su cabina, da la bienvenida a la ciudad. Los pasajeros fusionan sus aplausos de alegría con el sonido de los motores, que quedan en silencio cuando el avión se detiene. 

Hace frío y aún quedas restos de nieve de la última nevada. El sonido de las maletas, al arrastrarlas sobre el suelo, nos acompaña durante el trayecto a casa. El canal aún conserva zonas congeladas, las bicicletas nos esperan en el salón y las grisáceas nubes nos observan, de nuevo, desde el cielo de la ciudad. Bienvenidos a Eindhoven, bienvenidos a nuestra nueva vida. 



Estamos bien, estamos aquí, estamos en Eindhoven.

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