Una auténtica historia en la que se relatan las aventuras que viven tres amigos cuando deciden marcharse de su país de origen y comenzar una nueva vida a dos mil kilómetros de allí. Holanda se convierte en un escenario perfecto para demostrar que nunca hay que perder la esperanza, que siempre hay que enfrentarse a la vida con la más amplia de las sonrisas y que las mejores cosas ocurren cuando menos las esperas.

miércoles, 6 de febrero de 2013

"The time and the distance"

03 de Febrero de 2013.

Cuando pasas un largo periodo de tu vida a solas, completamente a solas, con una persona sientes que un fuerte vínculo se apodera de la distancia que os separa, que os une y que os mantiene fuertes. Ese vínculo, que ejerce de lazo indestructible, puede llegar a convertirse en el arma más valiosa con el que afrontarte a las metas de la vida. La única misión y, por lo tanto, la más importante, es mantenerlo a flote, con vida y sano y salvo, pues solamente logrando esto os recompensará con las mayores alegrías que en esta vida se pueden ofrecer. 



Son las once de la mañana y hemos conseguido salir a correr un día más. Me ha costado ponerme la ropa deportiva y hasta le he llegado a decir a mi compañera que hoy me quedaría en casa, que me apetecía escribir. Ella se ha negado y ha animado a mi cuerpo con la excusa de que solamente son quince minutos de deporte, que no es nada. Así que después de desayunar hemos invadido la calle y quince minutos más tarde he conseguido llegar a la puerta de casa con la lengua por los suelos. Tumbarse en el sofá unos minutos antes de continuar con los abdominales es uno de los mejores regalos que el Dios de Holanda me puede ofrecer en esos momentos. 

Hemos despertado y mis oídos han sido testigos de mi primera frase del día. “Ves, mi ordenador tenía razón” me dice Mary mirando a través de la ventana. Una ligera capa de nieve ha vuelto a cubrir los tejados de las casas vecinas, los patios blanquecinos nos regalan unas vistas maravillosas y el cielo grisáceo consigue que la nieve sea la protagonista del paisaje. Todos los patios y jardines están detalladamente cuidados, todos menos el que pertenece a nuestra casa. El vecino invisible es tan invisible que ni sus plantas lo ven aparecer por el jardín. Qué tristeza. Todos los patios arreglados, con sus buenas hierbas podadas, con las malas hierbas arrancadas y ahí está el nuestro, muerto de la risa. “Si el vecino nos deja le arreglaremos el patio” fueron las primeras palabras de Mary al ver el descuidado jardín que podíamos ver desde la terraza. Lo que no sabía nadie era que iba a ser imposible ver al vecino. 

Y con Ana recién levantada, por increíble que parezca, y siendo recibida por un aplauso por parte de Mary, que sigue haciendo cosas en el portátil antes de marcharse a la tienda, continúo sentando en el sofá mientras pienso en la fotografía que hoy tengo que realizar para Marleen. Y sin ningún motivo y de forma inesperada los recuerdos del día tres de febrero se abalanzan, unos sobre otros, en mi cabeza… 

El domingo nos despertamos sobre nuestros colchones en el suelo y Ana sobre las cuatro patas del somier plegable. La noche del sábado estuvo repleta de fiesta y de risas, de cerveza por los aires, de caras pegajosas del líquido amarillento, de canciones que se cantan a gritos y de muchos, muchos amigos españoles. Celebramos el cumpleaños de las mellizas, de nuestras mellizas, y lo pasamos en grande, es la verdad. Recordando todo lo vivido la noche anterior abro los ojos con pereza y descubro a una Mary sonriente desde el colchón vecino. Observo cómo abre y cierra los ojos lentamente, al igual que hago yo. Planificándolo todo en mi cabeza e intentando lograr despertarla de un modo repentino respiro, cojo aire y decido felicitarla dando una voz seca y rápida. “¡Felicidades!” le digo velozmente mientras seguimos tumbados en los colchones. Mary rebota bajo las sábanas y, sin esperar ese sobresalto, me maldice y se levanta de la cama. Ana, que duerme unos centímetros sobre el suelo, no como nosotros, se revuelve entre las sábanas y nos abandona profundizándose en lo más hondo de su colchón. 

Como no he tenido tiempo de prepararle nada por el cumpleaños decido llevar a cabo lo que llevaba varios días pensando. Mary y yo estamos en el salón así que le digo que quiero ir a comprar unas cosillas al Albert Heijn y que si quiere puede venir conmigo, pero que tenemos que separarnos para que no vea lo que compro. Como era de imaginar aceptó mi propuesta y rápidamente nos vamos en búsqueda del Albert Heijn que hay en el centro de la ciudad, ya que es el único supermercado que hay abierto un domingo. Para nuestra sorpresa y quedándonos con caras de bobos descubrimos que se abre a partir de las cuatro de la tarde. Maldiciendo el reloj que marca la una decidimos probar suerte y vamos en búsqueda del Jumbo al que tanto queremos y al que tan poco visitamos. ¡Corre, Mary, corre! Y es allí donde nos entramos a comprar. 

Mary va a por su café gratis, después de que arrasáramos con todos los quesos de prueba, y me separo para comprar todo lo que necesito. Quería darles un detalle por el cumpleaños. No me gusta que haya sido de esta manera, pero tampoco quedó tan mal. Me dirigí hasta el pasillo de lo que buscaba y comencé a llenar de cajitas diferentes la cesta que llevaba en las manos. Uno de este tipo, otro de este, uno de los de allí y otro de los de aquí. Así hasta veinte veces. Llené la cesta con veinte cajas diferentes. Procurando no chocarme con Mary en ninguno de los pasillos fui hasta la sección de tartas y me apoderé de una que nunca habíamos comprado y que siempre conseguía que llenáramos el suelo de nuestras babas. Así que aquel día nos la merecíamos, se la merecían. 

Después de escuchar más de veinte pitidos provocados por la máquina de las cajeras a la hora de pasar mis productos, los guardo todos en la mochila verde de Mary, que me ha dejado para facilitarme la compra. Mary continuaba dando vueltas por los pasillos del Jumbo. Cuando todo está recogido y nada a la vista de nadie, la llamo para decirle que ya puede salir a la calle. La recibo con una mochila cargada de cosas y una caja refugiada en el interior de mi chaqueta. Intento disimular el cuadrado que se forma en mi barriga y mi pecho pero es inevitable. No importa. Sabe que es una caja pero no sabe qué contiene la caja. 

Al llegar a casa obligo a Mary y a Ana a que se vayan a la habitación hasta que tenga todo preparado para la sorpresa, que no es una sorpresa porque ya sabían que les estaba preparando algo. Rápidamente desocupo la mesa del salón, saco la tarta del interior de mi chaqueta y vacío todas las cajas de la mochila verde. Pongo sobre la tarta, que era de arándanos, una vela de un dos y otra de un tres. Ordeno todas las cajitas alrededor de la tarta y enciendo las velas. Todo ello acompañado por dos plantas de narcisos que a Mary se le han antojado al salir del Jumbo y he comprado para añadirlos a su regalo. Después les dedico una nota en una tarjeta de cumpleaños y la coloco sobre la mesa. Ya está todo preparado. Pensé en pegar de nuevo en la pared el “Happy Birthday” que le pusimos a Aylim pero caí en la cuenta de que si lo hacía se quedaría otro mes más en el mismo lugar y no me apetecía convivir con una pared llena de letras de cumpleaños. “¡Ya podéis bajar!” les grito a las mellizas desde el salón y, rápidamente, escucho cómo bajan las escaleras. 

Me coloco tras la composición que he creado en la mesa para ver mejor sus caras y cuando abren la puerta se les dibuja una enorme sonrisa. Descubren una mesa llena de cajas de té, veinte cajas de té. A ellas les encanta el té, a mí no me gusta, y me parece un regalo útil y diferente. Dicen que ahora están como en el supermercado y que va a ser complicado que las visitas elijan qué sabor prefieren. Les hace mucha ilusión, leen la tarjeta y partimos la tarta. Se nos hace la boca agua. Tanto tiempo babeando por ella en los pasillos del Jumbo y ahora podemos degustarla en la mesa de nuestro salón. Y nos pasa como te pasa con las Pringles, o con las aceitunas, o con las patatas con sabor a vinagreta, o con la tortilla de patatas, o con el queso gratis del Albert Heijn: que cuando pruebas una ya no puedes parar, que cuando haces pop ya no hay stop. 

Tras soplar las velas que formaban un veintitrés y poner un poco de orden a todas las cajas de té, Mary y Ana ven a su familia por la web cam. Su madre, su hermana, su tío y su abuelo le cantan el cumpleaños feliz y se reservan los tirones de orejas y los besos para cuando regresemos a España. Los cumpleaños fuera de casa se hacen duros. Más tarde vemos a nuestra querida amiga María, con la que nos reímos todo el tiempo y la que deseamos con todas nuestras fuerzas que un día como hoy estuviera en esta casa diciéndonos cosas como “pues ésta tarta está rara” o “Dani, vaya velas más feas que has comprado”. Ella siempre le pone pegas a todo. (María no me pongas esas caras cuando leas todo esto, que sabes que es verdad lo que escribo). 

Y el día del cumpleaños de Mary y de Ana es el día en el que tenemos una reserva en un restaurante de lujo para seis personas a las ocho de la tarde. Sí, sí, habéis leído bien. El domingo nos fuimos de cena, pero no a un restaurante cualquiera si no a Vintage, el restaurante donde Mary limpia casi todos los días. Ana consiguió su primer domingo libre desde que trabaja en Señora Rosa y conseguimos irnos a cenar. No nos podemos permitir cenas de ese tipo pero una vez no viene mal. Es caro, pero lo asumimos con todas las consecuencias. Cada plato entre diez y veinte euros, es una pasada. Nos comimos tres platos cada uno y el postre. Medio mes de sueldo en una cena… ¡Es broma! Fuimos a cenar allí porque Aylim, Mary y yo teníamos los bonos que Will y Desiré, nuestros jefes, nos regalaron en Navidad para cenar con un invitado a uno de sus restaurantes. Así que Mary invitó a Ana, Aylim invitó a su novio Gianlu y yo invité a nuestro amigo Aser. Todos juntos, tan felices y tan elegantes nos fuimos a disfrutar de una cena de lujo con todos, absolutamente todos, los gastos pagados. 

Ellas visten tacones y vestidos, nosotros vestimos chaquetas y camisas. A las ocho de la tarde, un poco antes, quedamos en el Dr. Ink, el bar al que tanto nos gusta ir y que casualmente está frente a Vintage. Ana supera un nuevo reto en la vida: conducir una bicicleta con tacones y un mini vestido. Y lo hace sin estrellarse con nada y sin un esguince en alguno de los tobillos. Con los estómagos rugiendo nos adentramos en una nueva aventura: la aventura de cenar en un restaurante de lujo. 

Reservamos una mesa al lado de la cocina. Ellas se sientan en un sofá que hay pegado a la pared y nosotros en unos cómodos taburetes de madera. Saludamos a los camareros y cocineros, ya que son nuestros compañeros de trabajo, y resulta muy raro no adentrarnos en las entrañas del restaurante para ponernos a limpiar o para ir en busca de algún encargo que tengamos que llevar al otro restaurante, Auberge Nassau. Nos entregan la carta y tardamos varios minutos en elegir lo que queremos. No sabemos qué queremos y estamos indecisos. Es normal, lo más parecido a un restaurante que conocemos es el McDonald´s y ahí no tenemos dos tenedores ni dos cuchillos. ¿Para qué quiero yo tantos cubiertos? Si nosotros comemos más a gusto con las manos. ¿Y las servilletas sobre las rodillas? ¿Pero eso qué es? ¡Pero si a mí me encanta limpiarme las manos con el mantel de la mesa! Es broma, hay que ser refinado. Así que, como señoritos y señoritas de alto standing, nos preparamos con una copa de vino en la mano y esperamos pacientemente, eso no lo llevamos muy bien, nuestra querida y lujosa cena. 

Antes del primer plato Aylim no se resiste más y tiene que darle los regalos que les ha preparado a Ana y a Mary. Les escribe una nota a cada una y les entrega un regalo a cada una. Ana rasga su papel de regalo y descubre una camiseta muy chula y moderna. Mary sonríe con un jersey entre las manos y después descubren juntas un regalo común, pues Aylim les regala un frasco de cristal repleto de arena de la playa. A ellas les encanta la playa y tienen una colección de arenas de playa. Aylim estuvo hace unas semanas en una playa de Holanda y Mary le pidió arena. Ana y Mary se fusionan con Aylim mientras la achuchan y la besan y le dan las gracias por todo. Ya lo sabéis: Aylim es nuestro Dios de Holanda. 

La noche continúa con platos de lujo, con comidas exquisitas, con camareros que nos atienden como a nadie, con cocineros que nos hacen bromas desde la cocina, con copas de vino blanco y con copas de vino rojo, con postres que nos enamoran y con canciones de cumpleaños que desafinamos. Los cocineros, compañeros jóvenes de trabajo de Mary, hasta les dedicaron unas palabras en el plato de los postres. Con chocolate y con una buena letra podía leerse, en español, la siguiente frase: ¡Chúpame los huevos! Sí, es lo único que saben decir en español y aprovecharon para dedicarlo en la cena de cumpleaños. Lo dicho, una cena especial. La noche del domingo fue muy divertida, muy lujosa y muy diferente a todas las demás. 

Y la noche del miércoles, varios días después y recordando la cena del otro día, me detengo ante el ordenador para terminar de escribir ésta carta. Ana, pobre Ana, está sentada en el sofá de casa. Digo pobre porque hoy la han atropellado con un coche. Sí, pero por suerte y gracias al Dios de Holanda no le ha pasado nada, ni a ella ni a su bici nueva. Ya os daré más detalles. Estamos esperando a que Mary llegue del restaurante, pues hoy es la única que ha trabajado, ya que Aylim, Ana y yo hemos tenido el día libre. 

Son las once de la noche, la oscuridad baña el cielo de Eindhoven, el silencio reina en sus calles y alguna que otra bicicleta circula por el carril bici. A través de la ventana de nuestro salón puede observarse la soledad de la calle. Las luces de las farolas tiñen de naranja los fríos suelos que se hielan lentamente, las ramas de los árboles se agitan con el viento y el grupo de tulipanes que descansa sobre el pollete de nuestra ventana separa sus pétalos delicadamente, casi sin llegar a percibirlo, para ofrecernos su belleza en el máximo esplendor. 



Cuando pasas un largo periodo de tu vida a solas, completamente a solas, con una persona sientes que un fuerte vínculo se apodera de la distancia que os separa, que os une y que os mantiene fuertes. Ese vínculo, que ejerce de lazo indestructible, puede llegar a convertirse en el arma más valiosa con el que afrontarte a las metas de la vida. La única misión y, por lo tanto, la más importante, es mantenerlo a flote, con vida y sano y salvo, pues solamente logrando esto os recompensará con las mayores alegrías que en esta vida se pueden ofrecer. 

Estos lazos, que se endurecen con el paso del tiempo, te ayudan a mantenerte a flote, a seguir luchando día tras día y a conseguir que veas la vida con otros ojos, con una mirada más positiva. Los vínculos que te unen de por vida a una persona, los sentimientos que te componen, que te forman y modifican, son las mayores fuerzas con las que podrás contar en cualquier momento, en cualquier lugar y en cualquier situación. Esos lazos no entienden de cosas negativas, de dolor, ni de daño. Esos lazos lo unifican todo y consiguen que la oscuridad se vuelva blanca, que las cosas negativas se transformen en positivas, que la distancia entre dos puntos desaparezca y que el tiempo se detenga. Porque esos vínculos no entienden de cosas negativas, ni de distancia, ni de tiempo. 



Estamos bien, estamos aquí, estamos en Eindhoven.

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