Una auténtica historia en la que se relatan las aventuras que viven tres amigos cuando deciden marcharse de su país de origen y comenzar una nueva vida a dos mil kilómetros de allí. Holanda se convierte en un escenario perfecto para demostrar que nunca hay que perder la esperanza, que siempre hay que enfrentarse a la vida con la más amplia de las sonrisas y que las mejores cosas ocurren cuando menos las esperas.

viernes, 15 de febrero de 2013

"Un tipo cualquiera llamado Valentín"

14 de Febrero de 2013.

Todas las mesas de los restaurantes estaban ocupadas, ocupadas por parejas de platos que se conjuntaban sobre un bonito mantel, ocupadas por velas y ramos de flores y ocupadas por parejas de enamorados que charlaban bajo el olor del suave vino, mientras se contemplaban como el día en el que se conocieron. Todas las mesas derrochaban amor y felicidad, todas excepto una. 

Una sola mesa, entre todas las mesas de todos los restaurantes, contenía un solo plato, con una sola copa de vino y con un solo comensal. Un anciano, de aspecto arreglado, miraba continuamente el reloj que su muñeca sujetaba. Sus zapatos de cuero negro descansaban sobre el suelo de madera y sus rodillas, vestidas con un elegante pantalón negro recién planchado, temblaban bajo el blanco mantel de la mesa. Vestía una camisa rosada, acompañada por una corbata y una delicada rosa que cuidadosamente asomaba por uno de los bolsillos de su chaqueta. La espera conseguía ponerle nervioso y la espera consiguió que su chaqueta negra acabara sobre el respaldo de la silla en la que estaba sentado. Las esperas se le hacían eternas y la eternidad le parecía demasiado tiempo como para pasarlo esperando. 

Su reloj no perdonaba en el tiempo y sus ansias de verla eran incontrolables. Miraba continuamente la puerta del local. Cada vez que alguna mujer entraba su corazón le sorprendía con un vuelco y cuando descubría que no era a la que él esperaba devolvía su mirada a su reloj de muñeca, que parecía viajar a la velocidad de la luz. 

Todas las noches de aquel mismo día, de aquel mismo mes, durante todos los años pasados realizaba una reserva para dos personas, en el mismo restaurante y a la misma hora. Todos podían observar su pelo canoso, sus arrugas en la cara y sus nervios continuos. Lo que nadie podía observar era que todas aquellas noches pasadas, de aquellos mismos meses, el anciano convertía su espera en una espera eterna. A pesar de saber que ella no aparecería jamás por la puerta del restaurante, siempre vestía su mejor traje, usaba su mejor reloj de pulsera y rociaba su cuello con el mejor perfume, sin olvidar comprar la rosa más fresca de la floristería. Siempre, durante las mismas noches, realizaba todo aquello que le transportaba a una espera sin fin, una espera que sabía que jamás terminaría. 



Por la mañana me vi invadido por la pereza y las ganas de seguir durmiendo, así que dejé a Mary que saliera ella sola a correr por la ciudad. No me apetecía exponerme al helador frío de la calle y, muy a mi pesar, me quedé sentado en el sofá mientras la veía ponerse el pantalón de deporte. ¡Con la buena racha que llevaba! No pasa nada, todos los días no iba a salir a correr. Eso lo tenía más claro que el agua. Y mientras Mary se hiela de frío por las calles de Eindhoven comienzo a escribir una de mis cartas. Veinte minutos más tarde la deportista nata llega al salón de casa y comienza con sus abdominales y estiramientos matinales. Ana aún sigue dormida, así que hablamos en voz baja para no despertarla. 

Cuando ya es casi la hora en la que Mary tiene que irse a la tienda decide ir a despertar a su hermana. Sube las escaleras muy despacio, ya que suenan un montón cuando pisas sobre los escalones, y entra en la habitación donde dormimos para lanzarse sobre ella. Ana abre los ojos al compás que Mary abre la puerta. “¡Corre cierra los ojos!” le dice Mary a su adormilada hermana y Ana, tras hacerle caso, recibe la sorpresa de una Mary a domicilio. Se lanza sobre ella y ambas en la cama se dan los buenos días. Unos pelos desaliñados y unos ojos aún hinchados me dan los buenos días desde las escaleras de madera. 

Cuando Mary le prepara el desayuno a Ana lo pone sobre la mesa del salón y a Ana se le enciende la bombilla. “¡Corred, corred! Cerrad los ojos” y Mary y yo obedecemos sus órdenes y esperamos la señal para poder abrirlos de nuevo. Ana nos sorprende con un ¡Feliz San Valentín! y con la caja roja de bombones Nestlé que nuestras madres nos enviaron hace tiempo con el paquete desde España. Y celebrando nuestro especial día de San Valentín nos comemos varios bombones, que aún estaban sin abrir, y dejamos el resto para ir picando hasta que los terminemos. ¡San Valentín! Qué bien le viene éste día a las floristerías y a El Corte Inglés. 

Cuando Mary se va a la tienda la nieve comienza a invadir la ciudad. Los copos de nieve comienzan a revolotear y juegan con el viento. Ana dice que parecen bichitos que juegan entre ellos. Son unos copos enormes y consiguen que los tejados comiencen a ser blancos rápidamente. 

Ana tiene tanto frío en el salón que parece una ancianita acurrucada entre mantas mientras se fusiona con la estufa junto a la ventana. Da unos tiritones que no son normales y yo creo que si se tumbara sobre la madera que tenemos como mesa se parecería a Rose en las escenas finales del Titanic. Madre mía. De vez en cuando maldice al frío y lo acompaña de un temblor enorme de pies a cabeza. No puedo dejar de reírme mientras la observo. En serio, solamente le falta la escarcha en el pelo para ser la del Titanic. 

Antes de comer Mary nos llama por teléfono para hacernos un resumen informativo sobre la mañana en la tienda. Dice que Marleen, por San Valentín, le ha regalado a Derek unas entradas para un balneario o algo parecido. ¿Qué ocurre? Que a Derek, como a mí, no le gustan esas cosas y el regalo de su novia no le ha hecho demasiada ilusión. Mary dice que Marleen no entiende por qué no le gusta el regalo y ella le dice que yo soy igual que Derek, que tampoco me gustan esos sitios. Así que si queréis regalarme algo que no sean unas entradas para unas saunas o balnearios. Gracias. 

Y un poco más tarde, cuando Ana tiene el cuerpo más acalorado, Mary vuelve a llamar para decirnos que si queremos ir con ella a ver una tienda donde hay unas sillas y unas mesas en las que Marleen está interesada. Le decimos que estamos en pijama y que si va a ser una visita corta pues que no vamos, así que no vamos. Y maldita la hora en la que no vamos con ella. Mary se enamora de la tienda y me dice que es como estar dentro de una película. Es una librería con cientos de libros por todos lados, estanterías repletas de libros y los suelos repletos de libros. Dos ancianos encantadores son los encargados de la tienda y hasta le regalan un libro a Mary. Ella, en vez de embobarse con las sillas y mesas que Marleen quiere, se emboba con la tienda en general. Así que el sábado queremos ir para que la podamos conocer el resto. 

Después de disfrutar de nuestra comida en nuestro salón, mientras vemos la nieve caer a través del ventanal, Ana y yo nos vestimos y preparamos para la hora de irse a trabajar. Quedamos con Mary a las cinco y media en la tienda de Marleen, cogemos nuestras bicicletas con los sillines mojados y nos vamos en su búsqueda. Ana odia que los sillines de las bicicletas estén mojados. Siempre maldice a los cuatro vientos cuando va a poner su culo en el sillín y se queja porque no le gusta que se mojen sus pantalones. Ahora tiene una funda que quita y pone para no llevar el trasero empapado. Yo siempre me rio de ella porque parece que se le olvida que casi siempre va a estar mojado. Cada vez que va a montarse es como descubrirlo de nuevo, como la primera vez, como empezar de nuevo. ¡Malditos sillín mojado! Y secándolo con la manga del abrigo, con los guantes o quitando la funda lo limpia antes de sentarse. 

Llegamos al canal, que está congelado y nevado, y nos detenemos a hacernos unas cuantas fotos. Me encanta lanzar bolas de nieve y en esos momentos Ana era mi única víctima, así que hago pelotas gigantes y las lanzo contra ella. Ella intenta hacer lo mismo pero no tiene puntería o no es capaz de lanzármelas, porque yo siempre las lanzo antes. Como dos enamorados en el día de San Valentín jugando con la nieve pasamos unos minutos junto al canal, rezando por no tropezarnos y estamparnos con la plataforma helada en la que ya no pueden nadar los patos. Después de varios bolazos en los abrigos recogemos nuestras bicicletas aparcadas en la nieve y nos vamos en busca de Mary, que ya casi se nos olvidaba. 

Con Mary montada en su bicicleta, después de conseguir despedirnos de la charlatana Marleen, nos vamos cada uno a nuestro restaurante. Ana siempre tiene que esperar a que un semáforo se ponga en color verde, ya que siempre lo pilla en rojo. Mary aparca su bici en la puerta del Vintage y yo continúo pedaleando hasta el lugar donde me esperan las pilas y pilas de platos, como a las dos mellizas. 

Al llegar al patio trasero, donde aparcamos las bicicletas los empleados de Auberge Nassau , descubro que hay tres corazones enormes pintados en la nieve del suelo. Me alegra verlos porque sé que la autora de ello ha sido Aylim, que ha comenzado a trabajar a las dos, y, después de aparcar la bici junto a una de las paredes, añado un gran “Happy Day” junto a los corazones, para dar la bienvenida con una sonrisa al resto de compañeros de trabajo. Y cuando me dispongo a comenzar a fregar descubro mi regalo de San Valentín. Aylim, que no había mucho trabajo en la cocina, me sorprende con casi todo mi trabajo limpio y ordenado. Es la mejor compañera que podría tener. Le doy las gracias, dos besazos y después añado que está tonta, en modo cariñoso, por hacer lo que no tiene que hacer. Más feliz que una perdiz, porque no tengo casi nada que limpiar, pasamos la tarde con el restaurante a tope. William, uno de los cocineros, maldice a la gente enamorada que come super lento. Se nota que es San Valentín y que el restaurante está repleto de enamorados, pues me percato de ello a la hora de limpiar. Paso toda la tarde fregando platos de dos en dos, y no de diez en diez como suele pasar siempre. Hasta los dos platos con restos de comida parecen enamorados. 

Al tener todos los platos emparejados limpios y todas las parejas emparejadas en sus casas, nos vamos a la nuestra y disfrutamos del relax y el silencio antes de irnos a los colchones. La caja roja de bombones Nestlé nos llama a gritos desde la mesa, pero la reservamos para otros días. Damos por finalizado nuestro romántico San Valentín, aunque nosotros en vez de ser una pareja formamos un trío. No os vayáis a asustar, que solamente somos amigos. ¡Feliz San Valentín! 



El solitario anciano continuaba esperando a aquella persona que sabía que jamás llegaría. Contemplando las agujas de su reloj y deshojando la rosa más fresca que había podido comprar en la floristería se vio invadido por los recuerdos que le atormentaban desde aquella fatídica noche, en la que inició el comienzo de su espera. 

Veintidós años atrás, para celebrar que habían pasado media vida juntos, decidieron disfrutar de una cena en un restaurante de lujo. Él realizó las reservas y ella se encargó de elegir su vestido especial para aquella noche. Decidieron separarse horas antes de la cena, para mantener la expectación, y reunirse en el interior del restaurante. Él la esperaría sentado junto a la mesa y ella cruzaría la sala con su vestido largo y tomaría asiento junto a él, consiguiendo que su delicado rostro quedara iluminado con la luz de las velas. Ambos se vistieron con sus mejores galas, perfumaron sus cuellos con sus mejores perfumes y calzaron los mejores zapatos. Él vistió un traje de chaqueta y decoró su muñeca con su reloj de pulsera favorito. Con una rosa en la mano, la mejor de toda la ciudad, entró en el restaurante donde esperaría a su amada. 

Con una sonrisa enorme invadiendo su rostro y con dos copas de vino servidas en la mesa, esperaba impaciente la llegada de su mujer. Deseaba que deslumbrara al entrar con su vestido, destacando entre todos los comensales. Pero su amada nunca llegó a la mesa, nunca consiguió deslumbrar en el interior de aquel sofisticado restaurante. 

Un chico pidió auxilio en la puerta del local, consiguiendo que todos los comensales y camareros abandonaran el restaurante para ir en su ayuda. La calle se vio invadida por los clientes y empleados, siendo testigos de cómo una mujer con un elegante vestido largo descansaba sobre el frío asfalto de la ciudad. Un hombre, el que esperaba con la rosa en la mano, consiguió abrirse paso entre los curiosos. Quedó petrificado. La mujer a la que tanto amaba lucía su mejor vestido, con los ojos cerrados, un hilo de sangre brotando de su delicado rostro y una respiración que cesaba a cada segundo que transcurría. Se arrodilló junto a ella, se adueñó de su cuerpo entre sus brazos y cerró los ojos, soñando con que nada de aquello hubiera sucedido. Disfrutó del perfume que desprendía y escuchó sus últimos instantes de respiración. Él continuó tumbado junto a ella, sintiendo cómo el calor desparecía de su cuerpo, y una rosa, la mejor de la ciudad, se marchitaba lentamente a escasos centímetros de ellos, sobre el frío asfalto de la ciudad. 

Veintidós años más tarde, junto a la misma mesa, el hombre lucía su mejor traje, con su mejor perfume, su reloj de pulsera favorito y una rosa, la mejor de la ciudad, entre sus envejecidas manos. A pesar de saber que ella no aparecería jamás por la puerta siempre realizaba lo mismo, cada año, el mismo día del mismo mes. Ansiaba con todas sus fuerzas que la mujer a la que tanto amaba entrara por las puertas del restaurante, destacando con su vestido largo entre todos los comensales, luciendo una sonrisa que le iluminara el rostro y tomando asiento junto a él, para poder disfrutar de aquella cena, la que nunca disfrutaron. 

Con las agujas del reloj avanzando velozmente en el tiempo y deshojando la rosa que jamás podría entregar a su amada continuó con su espera eterna. Siempre, durante las mismas noches y hasta el fin de sus días, realizaría todo aquello que le transportaba a una espera sin fin, una espera que sabía que jamás terminaría. Una espera que le condenaba a vivir un amor eterno. 





Estamos bien, estamos aquí, estamos en Eindhoven.

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