Una auténtica historia en la que se relatan las aventuras que viven tres amigos cuando deciden marcharse de su país de origen y comenzar una nueva vida a dos mil kilómetros de allí. Holanda se convierte en un escenario perfecto para demostrar que nunca hay que perder la esperanza, que siempre hay que enfrentarse a la vida con la más amplia de las sonrisas y que las mejores cosas ocurren cuando menos las esperas.

jueves, 7 de febrero de 2013

"Démosle la vuelta al mundo"

06 de Febrero de 2013.

Ella siempre había soñado con lugares inimaginables, con viajes inalcanzables y con miles de aventuras por vivir. Ella soñaba con los ojos abiertos, de cada detalle extraía una esencia mágica y de cada sueño intentaba que algo, aunque fuera la mínima parte de él, se hiciera realidad. En su tiempo libre se rodeaba con fantásticos y enormes libros de lugares, de ciudades del mundo. Las horas pasaban volando cuando se sumergía entre las páginas que le narraban detalladamente cada rincón del planeta. Quería viajar hasta cada punto, hasta cada ciudad, descubrir cada selva y cada desierto. Quería conocerlo absolutamente todo. Sus sueños abarcaban demasiado, era las palabras que siempre escuchaba de sus amigos y conocidos. “No es bueno soñar tanto” le decía su madre cada noche, antes de ir a la cama. 

Cuando era niña disfrutaba tanto de las aventuras y cuentos que le contaban en el colegio que, incluso siendo una mujer, las recordaba perfectamente en sus más profundas vivencias. Recordaba cada día la maravillosa redacción que leyó un día en clase. En ella contaba las ganas que tenía de conocer mundo, de conocer lugares y las ganas de dejarlo todo para irse a investigar. Era una niña en aquellos entonces y sus ideales ya estaban muy claros, demasiado claros para una niña de su edad. Recordaba que aquel mismo día, en la hora del recreo, un chico de su clase se acercó a ella muy despacio. Ella le miró con disimulo y él, acercándose mucho más a la pequeña, le susurró algo al oído. La pequeña no dijo nada y, segundos más tarde, se alejó corriendo del niño, quedándolo solo en medio del parque del colegio. 

Algún día llegaría el momento de abandonarlo todo y comenzar a volar, de un lado hacia otro, de una ciudad a la otra, de la selva a la montaña y de los ríos a los desiertos. Sus metas siempre las divisaba en el horizonte, allí donde se ocultaban todos los viajes que le quedarían por vivir. Sus metas, que se apagaron con el paso del tiempo y comenzaron a vivir en un segundo plano, en un tercero y hasta en el fondo de su vida. Ella olvidó sus sueños, el tiempo no se lo permitía. La rutina de la vida diaria le agarró la mano y no la permitiría escapar de ella. Ella, sumergida en un nuevo mundo sin metas e ilusiones, no se imaginaba nada de lo que el destino le tenía reservado. 



Miércoles por la mañana y Mary tiene que abrir la tienda de Marleen, ya que ella tiene que hacer cosas en casa o no sé donde. Después de nuestra ruta corriendo por la mañana, de hacer unos cuantos abdominales y de pegarnos una ducha, nos vestimos y nos vamos juntos a la tienda. Tengo que hacerle unas fotos a la calle donde se encuentra, ya que las fotos para la revista Elle formarán un artículo que titulado “Mi calle”. Marleen dijo que le preguntaría a los de la revista si es posible que mi nombre apareciera firmando las fotos. ¡Qué ilusión! Mi nombre en una revista de decoración holandesa. Es increíble. Espero que le digan que no hay ningún problema en ponerlo entre sus páginas. “Dani Broncano, Broncano” repite varias veces Marleen y después afirma que le gusta mi nombre, que es como de cantante o de actor. 

Con la máquina de hacer fotos que me compré hace unos días en el Mediamark, aprovechando la promoción de los días sin el 21% de I.V.A, y con el portátil nuevo de Mary, que también se compró aprovechando la oferta, abrimos la tienda de Marleen. Comienzo a hacerle fotos a la calle, a la calle con suelo, a la calle con cielo de fondo, a la calle con la tienda, a la calle con gente y a la calle sin gente. Hago fotos de todo tipo. Y la calle es tan gris y tan triste en esta época del año que no me gustan los resultados, aunque algunas fotos sí que quedan muy bien. No sé exactamente qué es lo que busca Marleen en la foto, mañana me lo dirá mejor. 

Cuando Mary y yo estamos en el interior de la tienda recibimos una llamada de Ana y nos dice que en una media hora vendrá a vernos. Ahora que la tienda va a mudarse al espacio de al lado y que hay que hacer algunas reformas Ana ha pensado que puede encargarse de hacerle un inventario a Marleen, así podrá tener un control real de los productos que vende y compra. Sería una buena forma para que Ana practique inglés aunque, conociendo cómo es Marleen, lo va a tener un poco complicado para que recuerde cuántas cosas ha comprado y cuántas cosas ha vendido en un día. ¡Mucha suerte Ana! Pues Marleen es un caos absoluto, el desorden hecho persona. 

Minutos más tarde recibo un mensaje de Derek en el que se lee que si es posible que vaya al estudio porque Rinske, la chica nueva de prácticas, necesita mi ayuda. Así que, abandonando a Mary, me voy hasta el estudio donde comienzo a hablar con Rinske del catálogo de los productos de Derek. Ya lo han llevado a una imprenta y hoy veremos el resultado en papel. Es muy probable que tengamos que modificar algunas cosas, pues no es lo mismo ver un trabajo en el ordenador que en papel impreso. Y efectivamente cuando lo tenemos entre las manos descubrimos que hay dos fotos que tengo que realizar de nuevo, una que es muy oscura y otra en la que una de las sillas queda un poco cortada. ¡Marchando dos nuevas fotos para mañana! Y así, sin pensarlo ni nada, le pregunto a Rinske, solo por curiosidad, cuántos catálogos se van a imprimir y me contesta que “one thousand”. “¿Cien? Qué barbaridad” pienso y se lo vuelvo a preguntar, por si no me ha quedado claro. “Uno, cero, cero” le digo para que me entienda mejor. “¡No! One thousand, no one hundred” y me quedo con la boca abierta. No son cien, si no mil. ¡Mil! Mil catálogos van a estar rondando por ahí. Increíble. Después del shock de los mil catálogos me despido de ellos y les digo que los veo mañana, a Rinske no porque tiene un examen. 

Ana visita a Mary y a Marleen en la tienda. Después de despedirse de ellas y coger su bicicleta nueva, que le han regalado para el cumpleaños, se dirige hasta casa, desconociendo todo aquello con lo que iba a toparse en el camino. ¡Que la atropellan! Que sí, que a Ana la atropellan con un coche. 

Aylim, Ana y yo tenemos el día libre, ya que no trabajamos ninguno en los restaurantes. La única que trabaja es Mary, así que nos llamamos y hablamos de comer los tres juntos en casa de Aylim. A Ana y a mí nos parece una buena idea así que más tarde nos iremos a su hogar, dulce hogar. Mary quiere el día libre también, pero no es posible. 

Regreso a la tienda de Marleen y paso en ella un largo tiempo, hasta las cinco y media más o menos. Hora en la que Mary se va al restaurante. En otro lado de la ciudad, mientras los coches y las bicicletas siguen su curso sin colisionarse los unos con los otros… 

Ana viajaba en bicicleta tranquilamente cuando, de repente, se topó con La Nena y El Cari, que no son dos chungos de la calle si no Andrea y su novio Paulino. La Nena es porque Ana y ella se llaman así y El Cari es porque Andrea siempre le llama “mi cari” y ahora todos lo llamamos de la misma manera. “¡Qué casualidad! ¿Dónde vais?” les preguntó Ana como en su día el Lobo le preguntó a Caperucita. Ellos le contestan que van a coger un autobús para ir al Action. “¡Yo también voy al Action!” les contesta Ana desde su bicicleta nueva y se despide de ellos diciéndoles que en unos minutos se ve con ellos en la tienda. Ana continua plácidamente con su camino hasta el Action y, más precavida que la Ratita Presumida, decide adentrarse en un cruce de coches cuando uno de ellos le da paso. Ana se dispone a cruzar y antes de pisar de nuevo el carril bici un coche despistado colisiona contra ella. Ana salta del susto, sin abandonar la bicicleta, y levanta uno de los pies para que el morro del coche no fusione su tobillo contra los radios de la rueda trasera de su bici nueva. ¡Su bici nueva! Creo que Ana en esos momentos pensó más en el bienestar de su bici que en el suyo propio. A pie regresa a la acera y el conductor baja del vehículo. Se ha chocado con ella, se ha chocado con la rueda trasera de la bici de Ana. Qué barbaridad. A Ana se le llena el cuerpo de adrenalina y de ira y comienza a decir cosas sin sentido en inglés. El conductor indignado, que más indignada debería de estar Ana, no para de hablar en inglés hasta que Ana lo detiene diciéndole que ella es española. Y como no podía ser de otro modo la respuesta del conductor fue la siguiente. “Aham. ¡Qué eres española!” le dice el conductor, “Pues mucho mejor de esta manera”. A Ana la han atropellado pero ha tenido suerte de que el hombre hablara español. Se aseguran de que la bici está bien, de que el coche está bien y de que Ana está bien. El susto no se lo quita nadie, pero gracias al Dios de Holanda solamente ha quedado en eso. 

No hay que olvidar que toda esta escena fue vista por Andrea y El Cari desde el autobús en el que iban montados de camino al Action. ¡Tenemos testigos! Imaginaos nuestras caras cuando Ana nos llama y nos dice que la han atropellado. “¿Que te han atrope qué?” Pues eso, que la han atropellado. 

Una vez en el Action Andrea se siente mal porque lo ha visto todo desde el autobús y le dice a Ana que no se ha podido bajar para salvarla de ese malvado atropellador de bicicletas nuevas. Ana, Andrea y El Cari abandonan en su mente lo sucedido y comienzan a investigar por los pasillos del Action. Es todo tan económico que compras cosas que ni necesitas. “Vale todo ochenta y nueve céntimos. Pero de ochenta y nueve a ochenta y nueve sumas unos treinta” dice Ana maldiciendo el Action. Andrea se estresa mientras compra y El Cari coge cosas que no necesitan en casa. “Me agobio, me agobio con tantas cosas” le dice Andrea a Ana mientras la secuestra en uno de los pasillos. 

Cuando llego a casa, después de despedirme de Mary, me encuentro con Ana y nos preparamos para irnos a casa de Aylim, la tita Aylim para algunos y el Dios de Holanda para otros. La llamamos para decirle qué quiere que nos llevemos para comer y nos contesta que vayamos al Albert Heijn y que compremos atún. Vamos a comer pasta y queremos atún. Pues muy bien. Ana y yo nos vamos al Albert en busca de atún, de patatas fritas y algún que otro chocolate para después de comer. 

Comer en casa de Aylim es como comer en nuestra casa, mejor que comer en nuestra casa. Ella tiene despensa, no como nosotros, y encima la tiene llena. La nevera también está repleta y constantemente te ofrece cosas para comer. Al llegar a su casa nos moríamos del hambre y, por eso, abro la bolsa de patatas que Ana y yo compramos en el Albert. “¡No la abras! ¿Por qué la abres?” me dice Aylim cuando me ve comiendo patatas. “¡Tengo un montón de bolsas de patatas abiertas y que nadie se termina!” y después de eso aparece en la cocina con tres o cuatro bolsas de diferentes clases de patata. Así que, debido a que eran las siete de la tarde y aún no habíamos comido, arrasamos con todas las patatas fritas mientras la pasta se cocía. 

Aylim es una pesada. Sí, habéis leído bien. Es una pesada porque siempre que vamos a cocinar quiere aprovechar el tiempo de cocción para irse a la ducha. Llegamos a su casa y lo primero que dice es: “Vosotros id preparando la comida y yo mientras me ducho”. Y nunca lo cumple. Comienza a sacar cosas de la nevera, a picar la cebolla, a poner la mesa, a leer el tiempo de cocción de la pasta, a oler los tipos de queso, a dar clases de cocina y dejarnos instrucciones antes de meterse en esa ducha en la que nunca se mete. “¡Aylim vete a la ducha!” le decimos cada cinco segundos. “Uys, es verdad” nos contesta mientras sigue haciendo cosas y cuando parece que abandona la cocina para adentrarse en el baño vuelve a aparecer tras la puerta. No sabemos cómo lo consigue, el caso es que siempre se va a la ducha cuando la pasta se está cociendo. Supongo que le gusta cocinar porque hasta cuando está desnuda bajo el agua podemos escuchar alguna que otra indicación. “¡Sacad la pasta dentro de cinco minutos!”. Así es Aylim, es una pesada. En el mejor sentido de la palabra, ella lo sabe. ¿Pero todavía estás aquí? ¡Te llevas duchando desde las seis de la tarde! 

Cuando los platos de pasta humeante se encuentran sobre la mesa comenzamos a comer. Ana y Aylim se beben una mini botella de dos sorbos de champagne que Aylim tenía guardada por ahí por casa. Nos cuesta la vida abrirla pero al final lo conseguimos. No merecía la pena destaponarla, pues no hay ni una copa para las dos. 

Después de la comida nos quedamos de charla hasta las nueve de la noche; Ana pone de comer a Chulo, el perro de Aylim, y casi lo mata con una sobredosis de comida; Aylim nos prepara una bolsa llena de cosas para nuestra casa, no sabemos que hay dentro; nos despedimos de ella porque se está haciendo tarde y nos vamos a casa a esperar que Mary llegue del restaurante. Con la canción de “Precaución, amigo conductor” en la mente aparcamos nuestras bicicletas en la puerta de casa, Ana contra la ventana del vecino invisible y yo en el árbol donde Sim, el perro de Marleen y Derek, hacía cada mañana sus necesidades urinarias. 



Con la rutina persiguiéndola día tras día y con los sueños de conocer mundo aparcados en lo más profundo de sus pensamientos, tomaba un autobús, el mismo cada mañana, para desplazarse hasta el centro de la ciudad, donde trabajaba en unas enormes oficinas desde hacía varios años. Aquella mañana algo diferente ocurriría durante el trayecto a las oficinas, algo que le cambiaría la vida por completo. 

El autobús se detuvo en uno de los semáforos y ella, sentada en uno de los asientos junto al pasillo, conseguía distraerse mientras perdía la mirada en el bullicio de gente que caminaba por las aceras. Pensaba en el trabajo, en su casa, en su soledad y en todas las cosas que quería realizar de pequeña y que en esos momentos ni las pensaba. Aquella mañana regresaron a su cabeza, sus ganas de conocer mundo, de conocer ciudades, de viajar de un lado hacia otro. Ella siempre había querido aquello y ahora solamente vivía rodeada de trabajo y de cosas que realmente no tenían importancia. Estaba sola, si lo pensaba bien se daba cuenta de ello. ¿Qué había sido de aquella niña que soñaba con lugares increíbles y aventuras nuevas día tras días? ¿Qué había sido de aquellas ansias por conocerlo todo? ¿Qué había sido de aquella redacción que escribió de pequeña? En esos momentos daría lo que fuera por volver a leer las palabras que escribió de pequeña. Aquello sería imposible, solamente podía recordarlo en su mente. 

Continuando con la mirada perdida en las calles de aquella maravillosa ciudad divagaba entre sus pensamientos. Sin esperarlo y sobresaltándose un poco en su asiento alguien dio un par de toques en su hombro izquierdo. Se giró lentamente, buscando al dueño de aquellos dedos que la habían tocado con tanta delicadeza. Para su sorpresa su mirada se topó con un chico que tendría la misma edad que ella, era moreno, risueño y sus ojos marrones se clavaban fijamente en su mirada. Estaba de pie, como petrificado junto a ella, en el pasillo del autobús. Ella, desconociendo el motivo de por qué aquel chico había llamado su atención, se dispuso a abrir la boca para salir de dudas y él, antes de que ella pudiera pronunciar algún sonido, puso uno de sus dedos silenciando sus labios. Le miró perpleja, sin saber cómo reaccionar ante aquella situación. Se dejó llevar, hacía tiempo que no lo conseguía. 

El chico se acercó lentamente hacia ella, hacia su rostro. El autobús seguía su curso. Sus rostros, cada vez más cercanos, se tambaleaban al compás del ritmo del vehículo. Él se detuvo. Ella no daba crédito a lo que ocurría. Tras respirar profundamente le susurró algo en su oído. Algo que ella no esperaba escuchar, algo que la dejó boquiabierta, algo que le cambiaría la vida para siempre. Le miró fijamente a los ojos y supo que era él, al que tanto tiempo había estado esperando. Le dedicó una sonrisa y le agarró fuerte la mano, aceptando por completo la propuesta que había susurrado instantes antes en su oído. La misma propuesta que le hicieron años antes en el patio del colegio, el día en el que explicó ante todos sus ganas de conocer mundo. Aquel pequeño niño le susurró algo al oído y, sin saber cómo ni por qué, la misma frase a la que un día no hizo caso apareció por sorpresa en su vida. Era él, el chico del colegio. Era aquella propuesta, la propuesta de su vida. 

Cuando el autobús llegó a su destino ambos salieron de él agarrados de la mano, sonriendo y dejando una vida en sus espaldas, con el objetivo de formar una nueva. Aquella mañana ella no iría a las oficinas en las que se encarcelaba cada día, abandonaría la rutina y, probablemente, no volvería a ellas nunca más. Él le regaló la libertad y ella, a partir de aquel instante, solamente viviría una diminuta rutina: recordar la frase de la que un día en el patio del colegio huyó y a la que años más tarde se agarró con todas sus fuerzas. Recordar la frase. Y así lo hizo, día tras día, en una ciudad diferente, descubriendo selvas y montañas, ríos y mares, desiertos y océanos. Se lo recordaría, sería su única rutina para el resto de sus días. “Démosle la vuelta al mundo” y así lo hizo, y así lo hicieron. 



Estamos bien, estamos aquí, estamos en Eindhoven.

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