09 de Febrero de 2013.
Hay veces que para salvar el mundo solamente necesitas sentirte fuerte, realizar un hecho o pronunciar las palabras que todos esperan que pronuncies. Salvar el mundo es una tarea difícil, no todos pueden conseguirlo. Hay que ser valientes, sentirse seguros y dispuestos a enfrentarse a todos los problemas con los que la vida nos reta. Hay veces que encuentras soluciones acertadas en situaciones inesperadas y, sin embargo, otras veces, crees no hallar la respuesta en ningún lugar, pensando incluso que no existe en ninguno de ellos. Por eso cuando se te encomienda una misión, y no encuentras respuestas para solucionarla, la mejor opción es recurrir a tu capa de color, con la que puedes volar por los cielos; a tu peluca de pelo alborotado, que te llena de fuerzas y energía; a tus mayas negras, que te dotan de agilidad y destreza; y a tu super S de superhéroe pegada al pecho, con la que rebosas de valor. Hay veces que sientes la necesidad de salvar al mundo, de volar por los cielos, de competir contra el mal, de sentirte un super héroe.
El desastre y el desorden vinieron agarrados de la mano, llamaron a la puerta de nuestra casa y les dejamos pasar, sin saber lo que hacíamos. Antes de salir de casa miramos a nuestro alrededor y dudamos sinceramente en que un tornado no hubiera pasado realmente por el salón. Eran las once o las doce de la noche del sábado, no recuerdo muy bien la hora, cuando nos aventuramos a salir a la calle en busca de una buena noche de fiesta. Dejábamos el salón lleno de retales de carnaval, de telas de colores por todos lados, de hilos en el suelo, de tijeras, de agujas y de velas apagadas, de un suelo lleno de cera, un bote de espray color negro, ropas en el sofá, cartones recortados amontonados, la tabla de la plancha junto a la puerta y hasta un plato con restos de mahonesa del que antes nos habíamos comido un puñado de patatas fritas medio crudas. Nos despedimos de nuestra casa y, con las capas de color ondeando al frío viento, llegamos sobre nuestras bicicletas al centro de la ciudad, repleta de colores y de gente disfrazada por todos los rincones. Cuatro orejas enormes pegadas a dos cuerpos con capa de super héroe aparcaban sus bicicletas frente a la puerta del Dr. Ink en busca de un carnaval inolvidable junto a un buen grupo de españoles en Eindhoven.
Varias horas antes…
Abandonamos nuestros colchones y damos la bienvenida a un nuevo día con muchas ganas de continuar con nuestro deporte diario, con nuestras ganas de mantenernos en forma mientras corremos por las frías calles de la ciudad. Con el chándal, las zapatillas de deporte y las sudaderas bajamos las escaleras y el frío nos golpea en la cara. ¡Qué frío! Así que para entrar en calor comenzamos a correr cuanto antes y así nos olvidamos de la existencia de los tiritones. Corremos hasta el canal donde, cada mañana, somos testigos de cómo los patos nadan y se zambullen en el agua. ¿Cómo pueden hacer lo que hacen? ¿Por qué no se les congelan todas las partes del cuerpo? Es increíble cómo nadan como si se tratase de lo más normal del mundo aunque, para ellos, sí que será una de las cosas más normales en su mundo, en su mundo de patos. Dejando el canal a un lado nos adentramos en Tongelstraat, una calle bastante larga que se comunica con la nuestra, y la recorremos a buen ritmo hasta casi su final, en el que comenzamos a andar porque queremos entrar en el Action.
Los supermercados a los que más visitamos, los que más cerca de casa están, se encuentran al final de la calle Tongel. El Action, con sus miles de cosas baratas; el Albert Heijn, con sus pruebas gratuitas de queso y demás delicias; la tienda turca, el mejor lugar donde comprar frutas y verduras; y el resto de tiendas, que forman un buen grupo de locales donde poder comprar de todo, se encuentran al final de la calle. Nos adentramos en el Action, ya que Mary necesita comprar cera de esa que te arranca los pelos de las piernas, o de donde quieras arrancártelos. Nos ponemos a la cola, nos topamos de nuevo con la “I am not stupid” y después nos vamos al Albert Heijn en busca de algunas cosas que tenemos que comprar para completar un poco nuestra despensa. ¿Qué despensa? Si no tenemos despensa.
Mary dice que quiere preparar para la comida pasta con carne picada, así que cuando llegamos a casa le dice a Ana que si le apetece acompañarla a la tienda turca a por carne. Las dos hermanas se van, dejándome a solas con la casa, y en unos minutos regresan con la carne picada y un montón de cosas más que han conseguido por unos siete euros. Eso es lo bueno de comprar en el turco: que compras miles de cosas por poco precio. Las frutas y las verduras es lo mejor. Así que Ana y Mary llenan la cocina de naranjas, manzanas y plátanos. Mensaje para nuestras madres: quedaos tranquilas que comemos frutas.
Con los estómagos rugiendo como leones Mary comienza a hacer la comida, ya que es a ella a la que más le gusta cocinar y la que más disfruta realizándolo. Se siente muy bien cuando la felicitamos por la comida o cuando arrebañamos con un trozo de pan los últimos restos de comida en el plato. Mis platos siempre quedan relucientes, siempre los limpio muy bien con el pan, y creo que es porque desde que empecé a limpiar platos en el restaurante he descubierto lo difícil que es quitar los restos de comida de ellos. Así que ahora los quedo relucientes para no dar trabajo a la persona que tenga que limpiarlos, ya sea a Ana, a Mary o a mí mismo.
Mientras Mary sigue cocinando Ana se entra en la ducha, que casi siempre lo hace cuando la comida está terminada. Con la mesa despejada de cosas y los platos sobre ella Ana realiza la pregunta del siglo. Observa el plato de pasta, detenidamente, y pregunta: Mary ¿dónde está la carne picada?. A Mary se le queda cara de “ups, iba a cocinar pasta con carne picada y he olvidado por completo la carne picada”. Y rebuscando con los tenedores entre la pasta descubrimos que oficialmente no hay pasta picada. No pasa nada, después de unas risas continuamos saboreando la pasta. Con la cebolla, los pimientos y el tomate no se nota la ausencia de la carne. Con el plato reluciente gracias a un trozo de pan damos por finalizada la comida, dando paso a una tarde llena de tijeras, agujas y telas de colores.
Mary y Ana cortan la capa de Ana, ya que ella tiene que marcharse a trabajar a las cinco y media y nosotros tenemos toda la tarde para preparar nuestros disfraces. Los restaurantes donde trabajamos Mary y yo los cierran por carnavales, así que tenemos unas mini vacaciones hasta el miércoles. Cortan la capa roja, que es del color que Ana ha elegido e inventan una especie de cruz roja, que le cruza el pecho, para ponérsela sobre su camiseta negra. Un cinturón y unas muñequeras del mismo color dan por finalizado el traje. Sin olvidar la peluca roja que convierte a Ana en una auténtica super heroína. Con esos pelos rojos no parece Ana, pero sí parece una heroína. Se despide de nosotros hasta la noche y nos deja a solas con nuestras telas por cortar.
Pasamos casi toda la tarde pensando en hacer algo original, algo en lo que utilicemos nuestras capas pero con algo que llame la atención. Queremos ir de super héroes pero haciendo algo diferente. Así que damos mil vueltas con las telas hasta que parece que se nos ocurre algo. Mary quiere hacer cosas con cartones, ya que tenemos mucho cartón en casa. Piensa en que podemos disfrazarnos de super tulipán. El traje sería con unos pétalos de cartón en la cabeza y una capa de super héroe a la espalda. Me gusta la idea y comenzamos a recortar pétalos. El show llega cuando cojo dos pétalos de cartón y me dirijo con ellos a los espejos del servicio. Me pongo uno a cada lado de la cara y descubro que en vez de pétalos parecen orejas enormes. “¡Mary son orejas, no somos un tulipán! ¡Somos burros!” le digo entre carcajadas mientras continúo ante el espejo. Al verme cambiamos de idea y decidimos convertirnos en Super Burros. Nuestro super poder será dar coces, patadas de caballo.
Y comenzamos a recortar telas, a forrar orejas, a dibujar carteles, a ponerlo todo por el medio, a desordenarlo todo, a convertir el suelo en un collage de hilos y cartones y a reírnos, ante todo, de las pintas que vamos a llevar por la noche. Para eso son los carnavales: para llevar pintas. Mientras Mary cose las orejas me voy a hacer la cena. A ella le apetecen patatas fritas, así que pelo varias patatas y comienzo a freírlas en la sartén. “Que las patatas queden amarillentas y blanditas, no quemadas” me dice Mary continuamente desde el salón. La palabra “amarillenta” retumba en mi cabeza cada vez que una pompa de aceite salta en el interior de la sartén. Amarillentas, amarillentas, amarillentas. Con ese trauma en la cabeza las dejo tan poco tiempo que nos comemos las patatas fritas medio crudas. No ha sido mi problema, ella no paraba de repetirme lo de amarillentas. Aún así, quedan bastante buenas y nos las comemos sentados en el suelo, entre restos de telas y trozos de cartón.
Cuando damos por finalizados los trajes comenzamos a ducharnos y a vestirnos. Nos probamos las orejas y las pintas que tenemos son tan grandes que no podemos parar de reírnos. Hasta el espejo se ríe de nosotros. Dos enormes cosas de tela nos comprimen la cara. No sabemos qué parecemos, no sabemos qué somos y Mary dice que la gente no nos va a comprender. Qué más dará. Somos Super Burros, aunque más bien parecemos una mezcla entre duendes, gremlins y el marciano de la película Lilo & Stich. Somos raros, estábamos raros.
Después de media hora ante el espejo, con lágrimas en los ojos y no pudiendo parar de reír nos vamos de casa, dejándolo hecho un desastre, para salvar el mundo con nuestros super poderes de burro. También llevábamos un cartel atado al cuello en el que podía leerse, en inglés, lo siguiente: Soy más raro que un burro verde. Verde en el caso de Mary y lila en mí caso. Con las bicicletas a toda velocidad, las capas ondeando a nuestras espaldas y las enormes orejas resistiendo la velocidad del viento nos vamos en busca de nuestro grupo de amigos españoles. “Esta noche toca salvar al mundo, esta noche toca carnaval”
Cuando íbamos en las bicicletas, Mary me mira, con sus orejas de burro, y me dice: “Me encantan mis piernas depiladas”, recordando que no se las ha depilado después de haber ido al Action a comprar cera. Mi respuesta, con ironía incluida, es la siguiente: “Sí, me encantan. Me gustan tanto como la pasta con carne picada”. Los villanos nos esperaban. La noche había caído en Eindhoven. La fiesta había comenzado.
Salvar al mundo, una tarea complicada. Siempre puedes ayudarte de tus capas de colores, de tus pelucas alborotadas, de tus mayas negras y de tu S pegada al pecho, aunque ya lo sabes: también puedes armarte de valor y sorprender a los malvados villanos con unas enormes orejas de burro y un cartel colgado al cuello en el que expliques a qué tipo de super héroe van a tener que enfrentarse en los callejones más oscuros de la ciudad.
Estamos bien, estamos aquí, estamos en Eindhoven.
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